viernes, septiembre 14, 2007

Lamentable, si; pero es que también puede ser. ¿Por qué no?


Pues si, es cierto. Hoy me he mirado al espejo sin ninguna idea preconcebida. Así, de repente, de sopetón, como imagino que deben marcar los cánones de las ciencias especializadas que tratan de escudriñar el alma cuando la encuentran. Iba a subir a un tercer piso y opté por aventurarme a hacerlo en el ascensor a pesar de mis miedos, esas extrañas sensaciones de claustrofobia y angustia por inmovilidad que se discuten la primogenitura, se enlazan, y se hermanan haciéndose fuertes; pero dejémoslo ahí con toda la imprecisión que conlleva; no se trata de ser preciso si no de precisar el momento en que por casualidad, sin premeditación ni alevosía, sin previo aviso, y con la mente en blanco me he encontrado frente al consabido espejo biselado de un ascensor de los de antes. Me miré de arriba abajo sin curiosidad, como acto reflejo y cotidiano, sin intención alguna aparente, y como era de esperar no percibí nada especial; después, no se por qué, me concentré en mi rostro en primer plano, y nada; tampoco hubo respuesta especial: era yo y nada más, estaba allí y por tanto era lógico ese encuentro entre mis dos mitades. Por último reparé en mis ojos, esos que dicen que son el espejo del alma, y ahí si me perdí de golpe. Difuminados los contornos y quedando tan sólo el color y el calor de la mirada perdí el concepto de la realidad física de las cosas para que se convirtieran en imágenes propias, inconscientes, aflorando desde rincones insospechados de mi propio ser sin control alguno. Allí también estaba yo, seguro, pero sólo fui capaz de detectar algo similar a un mar de preguntas, un océano de dudas preñado de nubarrones y mas nubarrones, pero a pesar de todo ello y de los presagios que conllevan tales imágenes no detecté ningún signo próximo de tormenta. Era también un cielo en movimiento con mil tonalidades entre el azul y el violeta y todos las demás graduaciones apenas insinuadas. Todo muy cargado y convulso, todo muy cromático, anárquico dentro de un orden, pero sin signos de angustia, temor, tristeza o desesperación, ni tan siquiera de aceptación o resignación, que debe ser el no va más de la actitud de los que no quieren moverse de donde están a pesar de estar a disgusto. Yo, debo reconocerlo, no me he sentido totalmente a disgusto, nunca lo he estado del todo; y allí simplemente estaba como un aparente invitado de piedra.
Busqué tras tantos nubarrones el final de la aparente tempestad para encontrar el punto en el que dicen que existe y nace la calma que le sigue, y no fui ni siquiera capaz de adivinarlo de lejos. Todo eran preguntas. Todo eran dudas. Las respuestas no eran tales, sólo hipótesis, referencias retoricas, la contrarréplica a mi propio parloteo sin sentido, inútil como yo mismo dentro de la colectividad, pero único para mi mismo en mi universo del metro cuadrado. ¡Qué triste es eso del metro cuadrado! Que cierto, pero que triste.
Yo era ese, pero también era, eso, y darme cuenta de ello ni siquiera me hizo transpirar a pesar del verano.
Creo que conozco todas las preguntas. Creo que ignoro todas las respuestas. Y aunque no me guste, sólo llego a saber con exactitud que respiro; que miro y observo; que admiro en muchas ocasiones; que envido en otras muchas más y, creo. con envidia sana si es que la hay; que opino por vicio, casi siempre sin demasiada convicción, pero, eso si, pretendiendo no molestar excesivamente; y que nunca, nunca, que yo sepa, me he sentido victima de nada, aunque ese nada no me hubiera sido propicio en mi propio concepto de las cosas y con todo el relativismo que la afirmación entraña.
Escribo lo que escribo porque lo necesito sin saber a donde voy, y porque casi siempre soy plenamente consciente de que me miento y que las verdades, no sé si temporales o eternas, siempre son más crueles de como me las imagino. Y además, ¿por qué no decirlo? porque soy tan patético como muchos otros, y ya se sabe eso “de mal de muchos…” Me reconozco mirón profesional de la vida (se que sonaría mucho mejor dicho en francés) y también un poco exhibicionista, y por eso estoy aquí, cobardemente amparado en mi anonimato. Lo segundo es vanidad infantil, lo primero, en ocasiones, me devuelve la fe en la humanidad, y con ello ya estoy pagado. Son vicios mayores o menores, y hay vicios que quiero imaginar son motores de la lógica ansia de superación de nosotros, los mediocres de buena fe, que nos animan a ser un poco más asumiendo el evidente riesgo de llegar a ser mucho menos. Pero así es la vida.

Que asco da escribir porque alguien te obliga. Lo siento de verdad. Hoy quería decir algo, pero no sé qué, seguramente nada de lo que he dicho. Pero ya que estamos en ello, una cosa más: ¡Victimario! ¿Victimario? Si, lo reconozco, suena espectacular. Suena sobre todo bien cuando uno lo repite una y otra vez venga o no venga a cuento. Hay palabras que llenan por si mismas un escenario. Después, con el tiempo, ante el silencio y la quietud, quedan en nada y se disuelven como un azucarillo en el café que decían los clásicos.
Yo he sucumbido a ese miedo escénico del que, si no recuerdo mal, habló en su día un comentarista deportivo que son, en realidad, quienes saben más de la vida y sus abatares.
Yo he querido justificarme de no se qué, y aquí estoy, patético vencido y contrito, como un ejercito vencido según parte de guerra ya en desuso.