martes, diciembre 16, 2008

Si, si; ¡que pasen ya los payasos! lo cante quien lo cante, que ¿qué más da? Que la función no pare. Que sigamos dando vueltas en el tiovivo. Que nos consideremos el no va más, o que asumamos nuestra condición de acomodaticios porque hasta ahí llegamos, porque lo aceptamos sin más, o porque ¿vaya usted a saber el porqué?
Yo hablaba de que la vida pasa a mi lado, y hay quien me contesta protestando de mi estupidez. Seguramente tiene razón quien no lo acepta como tal, pero yo también la tengo, y la tengo no porque hable de la vida, que ¿quién soy yo para hablar de ella?, yo es que hablo, egocéntrico que soy, de mí y de mi vida; alguna vez hago alguna concesión a lo demás y a los demás, pero pocas, muy pocas veces, la verdad. Y puedo asegurar que mi vida viaja conmigo pero en el tren de al lado, y lo sé sin posibilidad de error alguno porque la saludo cortésmente y ella, más sabia que yo, me devuelve el saludo con un cierto deje de vergüenza ajena, porque sabe que es mía y de nadie más, y que por mi propia pequeñez y cortedad de miras nos cruzamos como nos cruzamos.
Sé, incluso, que no debería quejarme, que hay muchos más que podrían hacerlo con mejores razones, pero es que en el fondo soy un yoísta empedernido y subjetivista hasta los tuétanos, y ello me imposibilita para poder renunciar generosamente a mi derecho a quejarme.
He sido participe y en alguna ocasión, incluso, el centro de tal cantidad de acontecimientos, que no podría lamentar nunca el haberme aburrido, - que nunca voy a hacerlo -, pero no estoy hablando de si me he aburrido o no, sino de si he sido totalmente consciente de lo acontecido, y ahí, lo aseguro con conocimiento de causa, ahí he hecho aguas por todas partes. En mi vida cotidiana he cumplido, a pesar de lo que haya pretendido y hasta presumido, sin apasionamiento, más como observador que otra cosa, y en la otra, aún peor. He asistido a mil acontecimientos y, como digo, he sido el elemento central de algunos de ellos, y en todos, me consta y no soy pretencioso en mi juicio, cubriendo incluso con nota el expediente, y hasta dando, sin pretenderlo, lecciones magistrales de comportamiento humano, que de haberlo pretendido ya hubiera sido mala fe con premeditación y alevosía y no me lo hubiera permitido nunca siendo consciente de ello. He pasado por tales acontecimientos de puntillas, como espíritu puro, atravesando paredes y puertas, imposible de detener, y mucho menos aún de materializar más allá de hacerlo, por ser totalmente imprescindible, en los instantes precisos de mi intervención. He cumplido sobradamente con el expediente que se me encargó o me correspondía, y jamás me quedé, para engordar mi propio ego como en el fondo me hubiera gustado, a felicitaciones y parabienes. Seguramente no lo hice por humildad, sino por vergüenza, por ser muy corto en mis planteamientos sociales y sentirme más cómodo haciendo mutis por el foro que quedándome a afrontar y corresponder a tales posibles muestras de reconocimiento. Y me lamento, hoy me lamento de haber conseguido ser tan presuntuosa e innecesariamente integro. Creo, lo que voy repitiendo hasta la saciedad sin lograr explicarme del todo, que la vida no tiene que ser necesariamente zafia, pero si algo más vulgar, menos trascendente, más cotidiana, más de andar por casa, y susceptible de generar sentimientos positivos aptos para ser desarrollados en toda su extensión y no quedar almacenados en el estante de los trofeos inútiles. La vida es el reflejo de nosotros mismos, y muchos de nosotros o tal vez yo sólo, para no generalizar, dejo de ser habitualmente para transformarme en la respuesta exacta a la pregunta precisa, sin margen para el error, sin posibilidad de duda alguna ni de titubeo. De todas formas también tiene su gracia lo que escribo; hasta dos veces en mi vida los medios de comunicación me han fusilado en la plaza pública por el simple placer de hacerlo, ya que no había más razón que la de una información en forma alguna contrastada, y siendo como soy he sobrevivido a ello. ¿Cómo se entiende entonces lo que quiero decir? Pues no se entiende ni tampoco quiero explicarlo por el momento. Simplemente me doy el gustazo, un tanto infantil, de manifestar por el momento que, en general, los medios de comunicación y la justicia de este país son, como una vez le leí a un tal Pacheco, apellido ilustre en novelas de caballería, un autentico “cachondeo”. Pero esa es agua de otro costal y ya me sumergiré en ella, si llegara el caso, algún otro día.
A lo que iba.
¿Estuve convencido de lo que decía en cada momento en el que tuve que abrir la boca?, ¿quería decir exactamente aquello que dije?, ¿creía que valía la pena decirlo y que sería conveniente para los demás y no tan sólo para gloria propia? Ni idea. En todo caso tengo grandes dudas conociéndome yo y creyendo conocer a los demás. Creo que jamás me importó lo qué dije y dónde lo dije más allá de cubrir dignamente mi expediente, engordar mi propio ego, y dejar una suave estela de lo que creía que podría ser, sin afirmar nunca que debiera ser, y mucho menos aún - ¡Dios me libre¡ - que era.
Asistí a los acontecimientos, tanto públicos como privados, como espíritu puro, situándome por endeblez de miras y falta de consistencia, más que por decisión propia, por encima del bien y del mal, es decir, en ninguna parte. Inaccesible. Inalcanzable. Evanescente, diría incluso A la distancia precisa para que el halago fuera efímero, casi inapreciable, ungüento preciso para recuperarme del próximo e inmediato revés, pero no a la necesaria para que la critica o el rechazo justo o injusto no pudieran causarme heridas profundas y duraderas, creando en mi entorno un clima de cierta inestabilidad emocional.
La realidad es que siempre parecía estar de paso. No supe levitar como hacen tantos otros incluso con menos motivos. Pero si supe, y hasta con nota, cómo sentirme hundido hasta lo más profundo. ¿Es eso vivir la vida? ¿Vivir la vida es sentirse zaherido por todo, propio o ajeno, con razón o sin ella, y quedar al pairo de la sensación lacerante de impotencia? Si lo es, entonces sí tienen razón quienes me niegan la afirmación de que la vida pasaba a mi lado. Pero no lo acepto. La vida debe ser otra cosa, ya lo he dicho. La vida tendría que ser otra cosa, y es por ello y a pesar de mi mismo por lo que conservo intacta la escasa dosis de esperanza con la que la sabia naturaleza y mi espíritu aniñado y romántico me dotaron, y cuando la pierdo, que la pierdo muy de vez en cuando, entonces siempre regreso a los versos de Miguel Hernández, que no me la restituyen, pero si, al menos, me hacen callar por aquello de que parecen siempre decirme: ¡mariquita el último! Bueno, no sé si me explico. Pero si no lo hago ¡qué le vamos a hacer?
De todas formas no es de la vida de lo que quería hablar. Quería hablar, incentivado por mi admirada Tequila, de la memoria, de la facultad, suerte o desgracia, de recordarlo todo, no sólo de haber sido consciente de uno mismo cuando uno mismo, y no me gustaría meterme en camisas de once varas, era o no era aún, según cada cual y su conciencia o su propia visión de la historia, uno mismo. Quería hablar de mí, por supuesto, pero también, en este caso, de los demás, de quienes me rodean y son quienes se constituyen en fítas o mojones de mi propia realidad.
Vaya por delante que me considero un desmemoriado crónico. Que me he limitado, con gran aprovechamiento y sin frustración alguna, a vivir mi vida, esa que no es mía, pero asumí como propia y desarrollé y sigo en mi empeño; quejándome, por supuesto, pero sin angustiarme más allá de lo estrictamente necesario. He vivido acontecimientos que me han ido formando y deformando, y han quedado casi laminados a tiras uniformes tras salir de la destructora de papel. Tiras de menos de un centímetro capaces de revelar que algo existió, pero sin posibilidad cierta, salvo trabajos inasumíbles, de reconstruir tal realidad.
He vivido no olvidando, que nada he querido olvidar. Simplemente he vivido sin que mis recuerdos sean algo importante de mi vida. Incluso creo que he destruido inconscientemente pruebas irrecuperables de mi propia realidad que hubieran sido determinantes para reconstruirme si hubiera sido necesario, que tampoco adivino la razón por la que debiera serlo. En fin, que he vivido estando casi siempre ausente de mí, pero nunca inconscientemente a pesar de lo que pudiera parecer. He dejado huella en los demás, he sufrido mil acontecimientos, muchos los he tenido que superar enfrentándome a ellos y con la dificultad que suele entrañar sobreponerse a situaciones no sólo adversas, sino totalmente inesperadas, y aún, lo que es peor, injustas. Y todo ello ha sido el bagaje de una vida “inventada” que presumo, y así la siento, intensa y con calado; no la que debiera haber sido la mía, pero si la que he vivido y estoy viviendo. Pero la realidad es que no recuerdo casi nada, y tampoco me someto a violencia alguna para vencer mi involuntario olvido. De no recordar, creo que no recuerdo ni las afrentas, ni los insultos, ni las palabras gruesas, ni siquiera las escenas de violencia a las que alguna vez he asistido siendo el destinatario principal y no teniendo más razón de ser que la de, según alguna opinión autorizada al respecto, ponerme en mi sitio, ese del que difícilmente uno, si se cree lo que escucha, podría recuperarse y volver al mundo de los seres normales. De todo ello me quedan sensaciones vagas. Imágenes borrosas de acontecimientos. Alguna impresión. Alguna difuminada emoción. Quizá lo más nítido que llegue a percibir y aún mantenga entre tanto olvido sea los acontecimientos que hirieron más profundamente mi sensiblera soberbia y me exijan, por ello, reclamar la debida reparación, que, sin lugar a dudas, será la mayor sinrazón de todas. Pero nada más.
Jamás me vuelvo atrás. Tampoco suelo pretender mirar muy adelante. Y ojala mi filosofía, como me insinúa mi buen amigo Calimatias, del que siempre echo en falta sus escritos que me orientan, se fundamentara en el carpe diem. Qué más quisiera yo. Ni siquiera ya es eso, si es que alguna vez lo fue, que lo dudo. Estoy y soy consciente de que estoy. No me quito de en medio. Asumo mis responsabilidades. Espero. Sigo esperando. No creo demasiado en la esperanza aunque abuse de ella literariamente hablando. Y cada vez más silencioso y presente sin apasionamiento, sigo. Sigo sin desfallecer ni un solo segundo. Quizás con un cabreo fenomenal, o incluso ya sin enfado alguno. Pero aquí estoy.

-- A veces creo pensar que todo es la triste consecuencia del miedo, la reacción del ser humano frente a lo que no estaba preparado y afronta sin estarlo, sin buscar ayuda en nadie, ni tampoco encontrarla en alguien. Es un estar deseando no estar, pero afrontando la obligación inexcusable de tener que hacerlo.
A veces creo, y así como me viene a la cabeza lo escribo. Pero no se puede tratar de creer y menos aún de creer pensar que, en todo caso, sería el colmo de lo rebuscado. Seguro que debe haber algo más que se me escapa. --

Siendo como soy todo olvido, vivo, sin embargo, en la casa del recuerdo. En esa en la que día tras día se reponen las viejas películas que nos devuelven al pasado , y nos repiten, como si fuera hoy, momentos ya imposibles que nadie hubiera pretendido reponer. Es una casa con sabor a recuerdo, a nostalgia, a despedidas pendientes; en la que se revive y trae a la memoria, aparentemente sin ninguna razón, escenas, momentos, palabras, y sobre todo errores y omisiones inadmisibles. Se reproducen acontecimientos para sacar consecuencias que pasaron desapercibidas en su momento, para destilar gota a gota la sensación de culpa propia o ajena, la ya conocida de entonces, cuando lo revivido era presente, y hasta la que con una nueva perspectiva en el tiempo es capaz de nacer ahora, cuando ya no se sabe para qué volverlas a recordar, ni tiene razón de ser alguna, salvo conseguir angustiar al que las revive y a los de su entorno. No se pretende con ello rectificar nada porque nada es rectificable, tan sólo dejar en evidencia una realidad que ya no debiera interesar a nadie por trasnochada. No es recordar por recordar, es, incluso, revivir el recuerdo haciéndolo presente, es palpar el recuerdo, es alimentarse cucharada a cucharada del recuerdo sabiendo que será inmodificable pero que es lo único que dota de consistencia a la inconsistencia del hoy. Es como si el presente no existiera. Es como si el futuro no contara y nada pudiera esperarse de él salvo el intentar atravesarlo con cierta dignidad y sin demasiado ruido para no perturbar a nadie.

Resulta curioso; yo digo y repito que siempre me ha parecido estar ausente, que he pasado por los sitios porque, según parece, tenia que pasar, que miraba de reojo a mi propia vida, y que soy olvidadizo por convicción más que por decisión, y sin embargo esta forma de ser, con lo lamentable que pudiera resultar, nunca me ha ausentado totalmente del hoy, ni me ha cloroformizado para conseguir que calle o renuncie o me conforme con lo que parece irremediable, que es que el tiempo nos deja lejos de casi todo. Jamás he rehuido los juicios adversos ni los propios, sobreponiéndome a ellos como en cada momento he podido, pero ni por imposición ajena o propia he dejado de creer que siempre puede haber solución. Que no la veo; que desconozco cuál pueda ser, seguro. Pero que no me rindo. Que aún sigo aquí y no estoy dispuesto a quedarme tirado en cualquier esquina esperando que me recoja el camión de la basura. Que no. Por supuesto que no. Hoy el bueno de Miguel Hernández me ha vuelto a susurrar: “mariquita el último”, y por eso…

Toc, toc… ¿Hay alguien? Bueno, pues si no hay nadie, yo también me voy, que ya va siendo hora.

miércoles, noviembre 12, 2008

Y... ¡III!
¡Y de repente hay algo que lo estropea todo!
Bueno, no sé si es una simple frase hecha para impresionar, si es una sensación interior un punto artificial y cogida por los pelos, o si es la realidad de un acontecimiento cierto. A mi, como soy como soy, no me gustaría generalizar para no molestar a nadie, y mucho menos aún para no molestarme a mi mismo, que no me molesto, pero si al menos podría quedar decepcionado al perder con ello la presunción más que ingenua de creerme único. La verdad es que no tengo muy claro qué es lo que es más allá de saber que en ocasiones me pasa. Y no lo tengo precisamente por ello, porque a lo largo de mi vida me ha ocurrido mil veces percibir esa sensación de que hay algo por encima de mi mismo y que no he podido preveer, y menos aún, por tanto, reglamentar y condicionar a mi propia decisión y dominio. De repente surge esa sensación extraña de que tal vez está pasado o va a pasar algo, y me preocupa, me deja fuera de lugar, y se tambalea sin demasiado sentido mi endeble estructura de hierro. De repente, lo inesperado e incluso lo inconcreto que te genera emocionalmente una cierta desazón.
Habitualmente, por no decir siempre, suelo estar atento y preparado para cualquier acontecimiento por terrible que sea. Poco menos que he programado mis reacciones exteriores para no ser nunca demasiado relevante y, sobre todo, para no dejar al descubierto mis propias defensas en mis flancos más débiles. He imaginado muchas de las situaciones que pudieran acontecerme, y he buscado no las soluciones, ya que tales situaciones casi siempre no requieren de soluciones sino tan sólo de actitudes y comportamientos firmes que las asuman y encaucen sin más; y además he calibrado, programado y reprogramado, y casi estoy dispuesto a reconocer que hasta escenificado la liturgia y coreografía adecuada para pretender evitarles o privarles, que de todo hay en la viña del señor, a los demás de escenas innecesarias y lamentablemente gratuitas donde el ser humano queda en evidencia y fotografiado en su infinita endebléz. Yo, al menos, ¡no!
¿Que qué quiero decir? Quiero decir que la vida siempre ha ido en paralelo a mi propia trayectoria, y la he visto pasar a través de la ventanilla del vagón de mi tren en marcha y sabiendo que ella iba en el otro, con el que siempre me he cruzado y discurre por la vía contigua. Siempre en paralelo y en direcciones opuestas. Y lo terrible es que creo que no me ha importado demasiado. ¿Será que soy un enfermo de soberbia más allá de lo que estoy dispuesto a reconocerme a mi mismo? ¿Será que me siento capaz de prescindir de la vida y creo estar por encima de ella, incluso? Pues lo será, pero para serlo y estar no deja de ser triste saberlo y, aún más, estar dispuesto a reconocerlo sin que este reconocimiento no implique dejar de manifiesto aún más mi triste estupidez, esa que además de permitirme diferenciarme me hace plenamente consciente de que soy simplemente humo, una apariencia sin consistencia alguna. Sí, reconocer mi soberbia y reconocer además mi estupidez de prescindir de la vida, que aunque pudiera ser vulgar y parecer poca cosa siempre es más que yo mismo, no me tranquiliza nada y menos aún me justifica. Efectivamente, siempre he sabido que soy simple fachada con pretensión de más, pero nunca he llegado a saber cómo librarme de lo uno y pretender conseguir lo otro. Y si no fuera así, ¿por qué me siento permanentemente tan perdido?
A pesar de mi aparente indiferencia nacida de mi soberbia y que compone mi figura habitual, es triste tener que reconocer que cada vez me da más pena no ir en el otro tren, ése con el que se cruza permanente el mío. Pero no me siento capaz de conseguirlo y no sé el porqué.
Soy lo que soy, y esto lo he escrito hasta la saciedad y por ello precisamente es por lo que me hace ponerlo en duda. ¿No dicen aquello de que dime de qué presumes…? Pues soy, según parece, de los que empiezan a pensar que algunos refranes además deben estar en lo cierto. Soy lo que soy, pero el que lo sea sólo refleja un hecho, no una intención, o una pretensión, ni siquiera un lamento por lo que se es y no se quisiera ser. Y yo empiezo a lamentarme de ser lo que soy, porque seguro que tampoco voy a alguna parte, como el común de los mortales, suponiendo que todo consistiera en ir a alguna.
Lo realmente importante es vivir, vivir con intensidad, con profundidad, con la satisfacción y con la angustia que debe conllevar, que la intuyo pero no la conozco porque soy por encima de todo fachada y apariencia, una imagen más o menos agradable. Lo importante es vivir día a día y cada día, asumiendo la imprevisibilidad que conlleva. Satisfacciones. Angustias. Pequeñeces. Frustraciones. Saber que cada día es nuevo, siendo consciente del riesgo presumible en su falta de rigor y uniformidad. Incluso perder pie sin que tal inestabilidad le excuse a uno de cumplir sus propias obligaciones, ni sea disculpa de nada, sólo de que se es humano. ¿Qué sé yo?
Me he pasado toda la vida siendo consciente de lo que me acontecía y media vida angustiado por una serie de preocupaciones sin nombre ni apellidos, sin contornos precisos, poco menos que fantasmas que surgían de improviso para, imagino y si debieran tener alguna misión, desestabilizarme. En parte imaginadas, en parte intuidas, en parte falsas e inventadas, en parte nacidas de ¿quién sabe dónde? Pero ahí estaban, y porque estaban me obligaron siempre a pararme para interrogarme sobre la razón de esa sinrazón, de esa angustia, de esa inestabilidad que, no pareciendo nada y mucho menos motivada por algo, generaba en mí una angustia indefinida que me rompía por todas partes. Seguramente son los fantasmas interiores, -si quiero ponerme trascendente,- o simple y vulgarmente desequilibrios de la química. Pero como soy racional y soberbio nunca lo he admitido del todo quedándome con la primera de las opciones, como no podía ser de otra forma. El caso es que en mi vida hay acontecimientos y otras circunstancias que me influyen y que suelen carecer de entidad aunque yo, inconscientemente, se la dé por un breve lapsus de tiempo, el suficiente al menos para que me obligue a pararme por un tiempo, como digo, y preguntarme tontamente: ¿pero qué es lo que te preocupa? Y ya la simple pregunta es razón suficiente para desvanecer la ensoñación que me atormenta retornándola a su mundo irreal, y a mi me restituye al de los cuerdos sin mayor complicaciones.
¿Será que nos inventamos situaciones para concedernos un alto en el camino? ¿Una especie de falsas angustias? Sería el colmo si tuviéramos que inventarnos problemas más allá de los que solemos tener, pero así parece que somos.
Podría ser, seguro, pero esta vez y en mi caso, lo sé, no lo es. No se trata de algo imaginado. Ni siquiera de un estimulo exterior creado por la naturaleza sabia como resorte para hacerme actuar por encima de la propia reflexión. Hoy parece que esa sensación de inestabilidad nace del sentimiento, de mi yo más profundo y más consciente. Hoy, dispuesto a buscar razones para los demás, que es lo más fácil del mundo porque no obliga a casi nada, me encuentro con algo que lo estropea todo, que hace añicos mis planteamientos personales, mis aceptaciones, y hasta mis claudicaciones, teniendo en cuenta que tales claudicaciones lo son por razones de fuerza mayor y de más peso que las propias, aunque no llegue a conocerlas y por tanto mucho menos aún a poderlas entender, lo que es más lamentable.
Me paro. Respiro despacio. Me pregunto: ¿qué estoy haciendo?
Pero nada desaparece y la angustia de no saber dónde estoy permanece.
¡Será que hoy sí ha pasado algo!
……

Respondo: “Estoy asumiendo mis responsabilidades” “Estoy cumpliendo a rajatabla mis compromisos” “Estoy siendo consecuente conmigo mismo” “Estoy evitando males mayores”
Me digo: Hay quienes sufrirán las consecuencias de tu egoísmo si decides cambiar tu criterio.
Me digo: La culpa no es de ellos… De acuerdo, tampoco es tuya. Pero tú eres más fuerte. Y si no lo eres, que no lo sabes, lo aparentas, o los demás te lo han hecho creer y eso es suficiente.
Y me digo: La situación es mala, muy mala, pero ¿y mañana? ¿A qué te vas a tener que enfrentar mañana a tu edad, con toda una vida desconocida por explorar cuando creías haberle extraído todo su jugo aunque te hubiera resultado tan insatisfactorio?
Y me digo: ¿No será miedo?
Y me digo: Y sí lo es, que pudiera serlo, ¿vale la pena asumir el esfuerzo? ¿Puede compensar asumir el esfuerzo de buscar nuevos lugares amigos, y luchar contra otros enemigos desconocidos, cuando ya uno sabe como hacerlo contra los propios y habituales aunque te dejes media vida en la contienda quedándote habitualmente exhausto y sin resuello?
Y me pregunto: ¿Y no será la edad y sólo eso? ¿No será que la edad parece justificarlo todo? ¿No será que es la única razón de ser de nuestro ser? ¿No será que nos da alas o que nos lastra sin remisión dependiendo del momento de nuestra propia historia en el que nos encontremos? ¿No será que con toda nuestra estúpida pretensión de ser el no va más, somos simplemente dependientes de casi todo, propio y ajeno?

-- La edad. Me encantará hablar algún día de la edad, pero hoy no puedo, hoy sólo hablo de la culpa, de…. --

Y me pregunto: ¿Y qué tal la soledad que pudiera llevar aparejada el adoptar una solución drástica al respecto, quizá la única posible? ¿No será que es más fácil seguir asumiendo la soledad compartida, la compañía a distancia, los ruidos habituales, las fronteras imaginarias tras las que quedar protegido al menos breves momentos y sin que haya espacio para los fantasmas que surgirán del silencio total, ése en el que ni siquiera se escucha de lejos la respiración hostil o indiferente de quienes suelen acompañarnos?
Y me pregunto: ¿Y si yo soy el cuerdo, cómo supeditarlo todo y si remisión a un espíritu atormentado y enfermo tan sólo por respetos humanos y mil consideraciones sin justificación alguna? ¿Es qué puede ser que la falta de cordura sea la que deba de primar sobre la razón precisamente por carecer de ella?
Y me sigo preguntando, y me sigo convenciendo, sabiendo que soy un maestro consumado en el difícil arte de la esgrima dialéctica conmigo mismo, donde sólo pugnan las palabras y habitualmente dentro de un orden exquisito y sin hacer nunca sangre.
Pero la vida siempre va en el tren que se cruza con el nuestro. Sobre todo con el tren en el que nos hemos acomodado los que tenemos las ideas claras, somos siempre exquisitos, incapaces de hacer conscientemente sangre, y, además, hemos renunciado a vivir. Y así nos luce el pelo.


Y de repente hay algo que lo estropea todo, y uno no tiene más remedio que preguntarse de verdad el porqué de las cosas, la razón de ser de su propia existencia injustamente limitada y sujeta, además, a libertad condicionada por pura arbitrariedad o tal vez sin ella, tan sólo motivada por la sin razón no pretendida. Y uno se pregunta: y si después no hay nada, y esa nada y ese después pueden ser tan cierto en su inexistencia la primera como cierto en su realidad el segundo, ¿qué cojones estoy haciendo?
Está claro que esta duda existencial no debe ni puede legitimar cualquier comportamiento humano, o a lo peor si, pero en ningún caso en mi caso. Pero también está claro que debiera romperme, como parece que lo está haciendo, todos mis planteamientos existenciales o de la índole que sea. ¿Cómo voy a renunciar a mí mismo impunemente? ¿Con qué derecho frente a mi mismo puedo negarme? ¿Cuál es la razón que legitime ese convertirme en un muerto viviente para pretender con ello dar vida y existencia a la realidad de los demás?

Renunciar a mi mismo, ¿para qué? ¿Puedo ser tan soberbio que incluso me considere mejor que los demás? ¿Soy tan exclusivo y determinante que me voy a sacrificar en aras a los demás y sin al menos una minima razón de peso que llevarme a la entendedora cuando soy por encima de todo racional y pensante? … ¡Heroico! ¡Altruista! ¡Generoso! … ¿Inconsciente?
Y un día te dicen que esto se acaba y que no hay más. Y que aunque lo hubiera nunca sería lo mismo. Y tú, que eres tú, te quedarás entupidamente sorprendido porque ya lo sabias de sobra, y a pesar de saberlo te quedarás fuera de juego, y sólo por soberbia enfermiza mantendrás la sonrisa para no darles gusto a los demás, pero seguro que te rondaran por la cabeza otras mil preguntas ya inútiles, y una enorme desazón, la del tiempo perdido contra tu propia voluntad. Y entonces ya no importaran las respuestas. Y te iras solo. Tan solo como has vivido en compañía. Seguro que tan solo como habitualmente te has sentido en esos muchos instantes en los que dejaste de amar tu propia soledad, la buscada, no la impuesta.
Y entonces, ¿qué consuelo te quedará si es que para ese momento se requiere de algún consuelo? Habrás sido consecuente, si; pero ¿consecuente con quién? Contigo seguro que no, y además ni tan siquiera con los demás, que no son lo que parecen y aún peor si lo fueran. Seguirás viendo pasar la vida por la vía de al lado cuando tu tren esté por fin a punto de entrar en vía muerta, y para entonces no te quedará ni la posibilidad de echarle la culpa a los demás. Y si lo hicieras tampoco te iba a servir de nada.
Querido amigo: Tú mismo. Para estar peor que ahora siempre habrá tiempo, seguro.


PD: pienso escribir la palabra “texto” mil veces, pero puedo asegurar que no tengo ni idea cómo la “x” se convirtió en “s”. Le pido disculpas a mi admirado Calimatías.

sábado, octubre 25, 2008


¿Tal vez un alto en el camino?

Este siempre ha sido mi espacio propio, pero, y posiblemente sea una pedantería decirlo ahora, también siempre ha estado abierto, sin necesidad de proclamarlo, a esas almas gemelas que desconocía que pudieran existir aunque presumía, no sé porqué, de su existencia.
Los afectos son los afectos y dependen de uno mismo, tal vez de dos. Las afinidades son otra cosa; existen o no existen, se identifican y se reconocen entre si y hasta de lejos, y se relacionan o, incluso, se ignoran conscientemente, pero ahí están a pesar de ellas mismas. Se manifiestan frente a los demás y sobre todo entre sí, mostrando sus inequívocas señas de identidad aunque alguna se empeñe en negarlas. Son almas gemelas a pesar de ellas mismas.
Pero no es de almas gemelas que quiero hablar. Simplemente recalcar una obviedad totalmente innecesaria: éste es mi espacio y lo ensucio como quiero, que habitualmente quiero hacerlo con decoro y con un punto de elegancia aunque no lo consiga siempre.
Este es mi espacio y lo lleno como buenamente sé, sin más pretensión que la de satisfacer, y sólo frente a mi mismo, mi propio ego personal. Escribo lo que quiero, como quiero, y diciendo medias verdades y muchas mentirás hasta donde me da la gana y soy capaz de llegar o llega mi imaginación a pesar de mí mismo.
¿Me sirve a mí? Ni idea. Sé que lo disfruto. Que en ocasiones me siento acompañado. Que percibo a través de él el ritmo acompasado de algunas respiraciones próximas y casi siempre amigas. Que ayuda. Que lo necesito y lo busco por lo menos una vez al mes. Que existe y me hace existir, que debe ser un punto más que simplemente vivir. Que me saca de mi propio anonimato sin revelarme más allá de lo que soy capaz y pretendo quedar en descubierto.
Pero a lo que iba.
Cedí este espacio a un amigo de hace mil años, y él escribió lo que quiso. Simplemente esbozó unos hechos a grandes trazos y con líneas muy poco definidas. Un cúmulo de acontecimientos y algunas reflexiones suficientemente vaporosas para que cada cual pudiera ponerle, si le apetecía, nombres propios, lugares conocidos, y hasta fechas determinadas, y después sacara las conclusiones que a cada cual le pidiera su propia alma, si es que se las hubiera pedido, caso de existir y de llamarse de tal guisa.
No había historia. Tampoco personajes. Y seguramente tampoco era necesario que los hubiera, y menos aún de identificarlos.
A ese amigo le contestó otro igualmente nacido en la noche de los tiempos, quien también quiso exponer su punto de vista sobre ese conjunto de hechos. Entendía, o creo que así era, que la vida es muy compleja, y muy confusa, y muy complicada, y muy contradictoria, y porque la vida era vida y transcendía más allá de las reglas habituales de lo normal sin sobresaltos, también entendía que podía ocurrir cualquier cosa en cualquier momento, y quería saber más, simplemente eso: ¡saber más! Nada más que curiosidad sobre las razones de ser de otro ser humano parejo, pensante, y además inteligente. No se atrevía a buscar soluciones, me consta, y ni siquiera las pedía; sólo saber el porqué de lo que nunca suele tener un porqué salvo en los testos y tubos de ensayo de los teóricos de cualquier ciencia.
Seguro que no había respuestas. ¿Cómo podía haberlas si en la vida real dos y dos nunca suele ser cuatro? Sólo conocía las preguntas y pretendió por medio de ellas tratar de esconder una especie de rudimentario resorte que pudiera incitar a su destinatario principal, que por supuesto no lo era alguien en concreto, a que encontrará las propias respuestas. Pretendía que ese hipotético destinatario quedara situado en el punto exacto de inflexión, ese en el que nace la incomodidad a seguir como si nada y obliga a exigirse algo más, incluso la negación de si mismo si fuera necesario.
Ninguno de ellos trató de dejar en evidencia a nadie. Ninguno de ellos pretendió juzgar lo que no se puede, ni se debe, ni ha lugar a que se juzgue. Ninguno de ellos pretendía nada más allá de lo que es normal en el ser humano, husmear en la vida de los demás sin mayor ni mejor pretensión que la de intentar ayudar, que casi nunca se ayuda; pero nunca la de lo que por estos lares se llama muy gráficamente “chafardear”
Y no voy a seguir.

Hoy recibo entre los comentarios a un testo publicado aquí otro que lo enriquece, convirtiendo este blog en algo que, según mi criterio, empieza a hacerlo valer la pena; y como es mío y, además, porque me da la gana, lo reproduzco literalmente:

“A veces no puede contigo un infarto y te mata la simple espina de un pescado que te tragas. Llevado a los días de la vida resulta que el menor de los acontecimientos puede hacerte añicos cuando estabas acostumbrado a bregar con molinos de viento. Así de pavorosa es la existencia en este valle de lágrimas.
Están también los otros cuya firmeza y resolución no significa gran cosa para ti porque no pueden ayudarte. Como casi todos tú también llevaste un superviviente dentro. En apariencia seguías siendo dueño de una imagen confortable, sin fisuras, aunque te tragaste la espina y de pronto todo se precipitó, te empezaste a contemplar como desde fuera, despojado y ausente, un tanto aturdido, marginado del control de tu propio carácter. Al parecer, te dicen, no has logrado oponerte lo suficiente a ciertas sombras acechantes de la realidad. Sin justificación alguna decidiste recapitular y te retiraste a prudente distancia de los objetivos de tu vida. Ya escampará, comentaste, después de los días furiosos llegará la dentellada de sol y continuaré adelante. Aunque el tiempo pasa y no hay mejoras.
No sé ustedes, pero yo desearía volverme invisible para que los otros se olviden un tanto de mí y yo de ellos, aunque entiendo que las cosas mundanas no funcionan de este modo.
Cuando Argamenón inició el camino de ese post de doble o triple vuelta diciéndonos que él no era él, supe muy pronto de quién más hablaba. Esa invitación a su alma gemela que debía rendir cuentas y apropiarse de la continuidad de su segundo post bien podía ser yo. El resto es conocido por los que han dejado su granito de arena en sus acertadas y oportunas réplicas.
Pero como no hice lo que pedía, Argamenón se sintió en la obligación de escribir la segunda parte. Si leen con atención ambos textos descubrirán claves más que suficientes para entender lo que digo.
Argamenón no sólo roza los problemas de una vida en conflicto, sino que profundiza en sus motivos y se duele ante tamaño falta de vigor. No comprende la nula reacción de quien somete al juicio ajeno sus contrariedades.
Me confieso también un lobo estepario más (aquí hay algunos que lo son por lo que les leí en el pasado, incluido el propio Argamenón). Soy hermético y muy crítico conmigo mismo. Lo que fácilmente puedo aceptar en otros nunca me lo permitiría de mí. He llegado hasta ese punto de estulticia. Tengo un pasado del que no me recupero y tal vez por eso me vacuno con un tipo de escritura enfermiza que siempre remolonea entre tiempos verbales perfectivos y, digámoslo de otra manera, estampas de acontecimientos añejos. No es vanidad, ni capricho, ni diversión. Tampoco una elección consciente. Sucede de esa forma. Eso es todo.
A veces juego a consentirme la creencia de que he superado los sentimientos de culpa, pero el efecto se desvanece rápido. Si uno no se perdona antes a sí mismo no hay perdón posible. Ni redención. Ni alivio. Queda, eso sí, la fingida salvación literaria. La visión que logras cuando te abismas en palabras que producen una especie a arrullo suave y reconfortante. Poco importa que estés hablando de la muerte de una madre. Ése es el efecto que consigues y al parecer te calma los nervios dañados. Permaneces al amparo de una enajenación reconfortante. Ya no eres tú el que vive, tan sólo eres el que escribe. Pero esa impresión no dura mucho. Sólo hasta que estallan nuevos acontecimientos que se unen a los viejos y ya no sabes qué hacer, por dónde tirar. De modo que te arrinconas todavía más.
Desapareces de los sitios de un modo vergonzante. De aquí, por ejemplo. Me llevé todas mis huellas porque no quería dejar testigos ni testimonio alguno. Y de paso me llevé sus voces, las suyas, cosa que lamento profundamente.
También para esa acción que acabo de exponer tenía mis razones que no voy a desvelar. En todo caso Argamenón ya lo cuenta en sus reflexiones: culpa, perdón, memoria, redención, reparaciones, raíces familiares, pensamientos que no concilian, alterada conciencia, escrúpulos, falta de libertad, retorcidas obligaciones morales…Por todo y por nada me quedé en silencio. Acallé mis protestas interiores a costa de renunciar a mí mismo. Otra frase redonda que no se ajusta a la verdad con mayúsculas, pero que es lo que me puedo ofrecer a día de hoy. A lo mejor todo lo demás sea también como Argamenón lo contempla. Incluso el hecho más que probable de que fuera salvado por una mujer que ahora pretende privarme del derecho a equivocarme. Otra historia inmortal que confío que algún día se escriba sola.
Si no ustedes, confío en que Argamenón me entienda. Y hasta puede que vaya a quedarse lívido por esta inesperada intromisión ahora que está preparando el punto tercero de todo este asunto. Quiero leerlo, desde luego, pero yo le diría lo siguiente: no le des más vueltas, querido Argamenón, huye de círculos, espirales y bailes de salón. Que no te causen desvelos inútiles otras almas errantes.
Mira, voy a seguir leyendo a Philip Roth: “Los hechos” (autobiografía de un novelista), a ver si se rompe el cántaro de la contención y fluye de nuevo la escritura sin mordazas.”

Seguramente alguien se preguntará el porqué de esta pirueta, y la verdad es que no hay ninguna razón para ella. Simplemente me hubiera gustado saber escribir lo que he transcrito. Vivirlo no. Sólo sacar al exterior un retazote de la propia vida sin aspavientos ni grandes gestos, con un lenguaje coloquial, nada demoledor, sí triste. Simplemente decir lo que ocurre, qué nos pasa, cómo lo asumimos sin comprenderlo, y manifestar que pese a todo seguimos… ¿adelante?
Pero no me resisto. Es fácil decir eso de “que no te causen desvelos inútiles otras almas errantes”, lo realmente difícil es saber cómo evitarlo, y yo, lo siento, sé que no sé como hacerlo. A lo peor ni lo pretendo.
¿Habrá un punto III? Pues, ¿quién lo sabe? Y sobre todo, ¿qué más da? Siempre depende todo del orujo ingerido y hasta de la pureza del mismo. ¿Cómo voy a saberlo a estas horas?

jueves, octubre 16, 2008

II. -

Tiene bemoles. Ahora me tocará a mi intentar salir del atolladero donde nadie sabe por qué me han metido, y lo que es peor, no es que alguien llegue a saber el por qué, que no deja de ser una estupidez porque a casi a nadie le importa un pito lo que le pueda ocurrir a los demás, sino que a nadie, en su cabal juicio, se le puede ocurrir para qué. Para qué buscar razones que justifiquen lo que posiblemente no tenga justificación alguna y es sólo lo que es, me guste o no me guste. Aquí estoy y debo justificar por qué estoy, y, sobre todo, por qué sigo estando donde estoy.
Lo primero que se me ocurre es que el ser humano es el ser humano y ahí empieza y termina todo. Parece una perogrullada, seguro, pero no creo que lo sea, simplemente hay que intentar desembarazarle de tanta presuntuosidad y de tanto adjetivo tan hueco como gratuito. El ser humano es uno, irrepetible, igual que todos y siempre distinto a los demás. No, tampoco hay en ello contradicción alguna; somos lo que somos, nos angustiamos por diferenciarnos intentando crear nuestra propia individualidad, y al final nos quedamos en lo que parecemos, y parecemos eso: iguales, repetidos, un cúmulo de lugares comunes, un sin fin de sensaciones, sentimientos, vivencias y momentos que siempre vivió, sufrió y experimentó alguien antes que nosotros y seguro que sacó sus propias conclusiones que dejaría escritas para facilitarnos el camino. No hay nada original y, sin embargo, siempre todo parece nuevo y distinto en nosotros mismos. Incluso somos muy capaces de perdernos sin encontrar jamás la salida por no molestarnos en leer el manual de instrucciones.
Yo no soy así, de verdad. No me gusta perderme en círculos concéntricos que sólo te permiten dar vueltas y más vueltas. Y si no soy así, ¿cómo pretendo racionalizar mi comportamiento, incapaz como me siento de comprenderlo, y mucho menos aún de tratar de explicarlo? No soy capaz de entender en muchísimas ocasiones el por qué de los demás y de sus razones, y tampoco soy capaz de llegar a entender hoy del todo el por qué de mi propio comportamiento, de mi aceptación, de mi claudicación, de quedarme ahí plantado mientras lo más vital que pudiera tener se me pierde a mucha distancia, y me abandona sin ningún miramiento. Lo dicho, no soy capaz de ello, de explicarlo, pero sí de asumirlo sin rechistar.
¿Es qué siempre hay o debe haber una razón para cada cosa que nos planteemos? ¿Es o debe ser siempre la lógica la razón del ser, la rectora única de su pensamiento, de la racionalidad en abstracto entendida más allá de la individual y propia, de la acción consecuente? Y si lo es, ¿consecuente con quién? ¿Con todos y cada uno de nosotros? ¿Incluso con cada uno de nosotros y en cualquier momento de nuestra existencia? ¿No será la lógica la respuesta mecánica inmediata a cualquier acción, pero la negación a ese algo sublime que se debiera presumir en todo ser humano: su imprevisibilidad, su facultad de equivocarse y rectificar o no, de dejarse llevar aun siendo consciente de su evidente desviación?
No, no lo sé. Y lo peor de todo es que en realidad me encantaría que me diera igual aunque nada me haya dado igual alguna vez, y esa es la mayor condena. ¡Terrible!

Si, vale, lo acepto. Acepto que pudiera ser cierto todo lo que he leído en el punto I. Acepto que yo pudiera ser ese que aparece dibujado a grandes rasgos por quien me ha precedido en la escritura.
Lo acepto, pero lo acepto en su globalidad, con carácter general y sin profundizar, y por ello me reservo el derecho a cualquier posterior matización o rectificación.
Ese soy yo, y en este caso lo aseguro sin ambages y aceptando todas las consecuencias. Ese soy yo; ni mejor ni peor que los demás, consciente de mí mismo, consciente de mis circunstancias, consciente de mis limitaciones, de mis frustraciones. Es terrible ser tan consciente como lo soy, pero prefiero aceptarlo así para evitarme el más mínimo margen que pudiera permitirme cualquier maniobra de distracción que me descentre del fin pretendido. ¿Pretendido? Evidentemente no puede ser la palabra adecuada. ¿Cómo puedo yo haber pretendido dejar de ser yo? No, imposible. Imagino que sólo se puede llegar a dejar de ser cuando uno es incapaz de ser consciente de uno mismo o siéndolo no reacciona exigiendo su libertad, o su dignidad, o su reconocimiento en quien se empeña en negárselo; cuando se deja ir; cuando se limita a dejarse llevar sin ninguna pregunta; cuando claudica sin condiciones incluso por alguna razón superior si pudiera haberla. Pero me temo que ya estoy entrando en el mundo ambivalente de la literatura, sobre todo de la mala literatura.
La vida es otra cosa. La vida es sólo vida y se puede definir en pocas palabras. Sólo hay que decidirse, determinarse, y actuar; incluso también es vida aquella que consiste en seguir la fila con los brazos cruzados frete al pecho, y si es posible con la mirada fija en el cogote del de delante para que nada pudiera distraernos de nuestro destino. La vida es un cúmulo de acontecimientos a los que asistimos y en los que nos sentimos o nos hacen sentir más o menos involucrados. La vida es acción, no reflexión, ni emoción. La vida es otra cosa distinta de la que nosotros pretendemos que sea cuando nos paramos a pensar, pero si no lo hiciéramos sería más fácil de lo que parece, en tal caso tiene ritmo de canción del verano, pegadiza, muy simple, sin margen para la imaginación.
Si, yo soy de alguna forma ese que aparece perfilado en el texto anterior, pero ¿para qué y por qué tengo que justificarme? Yo soy yo y he asumido purgar mis errores pasados cumpliendo la penitencia que otro ser humano me ha impuesto aun careciendo de título alguno que le legitime para tal imposición. Es, por tanto, más aceptación, me temo, que imposición. No, no estoy conforme con ello, pero lo acepto renegrido por dentro, lo que me transforma, seguro, y me hace dejar de ser lo que soy para convertirme en otra persona. Lo acepto incluso como mal menor. Lo acepto tal vez porque he nacido veinte años antes del que debería haber nacido y parece, o me lo parece, que no tengo más remedio. Porque mi cuerpo no es mío; porque mi libertad personal quiebra donde empieza la libertad personal de quienes me rodean; porque vivir no es sólo conseguir lo que uno pretende y a costa de los demás o incluso sin molestar a nadie; porque creo que debo aceptar también limitaciones, responsabilidades, compromisos, y obligaciones. Lo acepto porque las verdades absolutas de hoy, si existieran, no serían nunca las verdades absolutas que pudieron haberme inspirado y emocionado en un momento en que esas verdades pudieron generar ese tipo de sensaciones y emociones, si es que las sentí alguna vez, que ahora no. Porque las verdades absolutas sólo son verdades y sólo pueden ser absolutas para cada uno de nosotros por separado, individualmente, incluso durante un tiempo, aunque ese tiempo cubra todo el espacio temporal de nuestra vida en algunos de nosotros.
Es gracioso. Ahora que lo pongo todo en solfa y que cada vez creo en menos cosas, sin que esas carencias me generen ninguna desazón, tengo la obligación de asumir comportamientos y actitudes que no es que no crea en ellos, sino que ni siquiera las admito para los demás. Y ahí empieza y termina todo. ¿Absurdo? ¡Absurdo!
Pero sigo pensado y, sin embargo, no debería pensar. Y es terrible no tener que pensar para poder seguir aquí.
Fui redimido. Si, efectivamente fui redimido porque evidentemente pude perderme donde se perdieron otros muchos que conocí en su momento. ¿Pero me lamento realmente por ellos? ¿Se perdieron tal y cómo lo pienso ahora? ¿Se hubieran salvado si hubieran sido redimidos como lo he sido yo? ¿Valía la pena y les hubiera valido la pena a ellos?
Ni idea. Ellos ya no están y yo sí. Yo sí; efectivamente, y no hay duda de ello, yo estoy; he dejado de ser, pero estar estoy, y no voy a lamentarme de ello por muchas ganas que llegue a tener. Me he redimido. Me han redimido. He purgado mis penas. Me he sobrepuesto a mi pasado.
Alguien se preguntaba no hace mucho si es posible sobreponerse a la memoria. ¿Es tan importante superar el pasado? ¿Se puede uno quedar anclado en él? No, no quiero creerlo.
Me duele mi pasado, pero es irremediable. Es irremediable que no sea como me hubiera gustado ser; que no haya hecho lo que ya no podré hacer nunca; que no hubiera aprovechado las ocasiones que me deparó cada momento. Es irremediable tal cantidad de cosas, que no pretendo perder ni un minuto más de mi vida en ese constante buceo en un mar que sé que ya no existe, y que si existió, que es muy posible que existiera, nunca más podré adentrarme escrutando sus profundidades.
Mi problema de hoy es que no es mi pasado quien me condena, sino que me condena mi redención que debiera haber sido, por el contrario, mi liberación; que es mi vida de ahora la que me parece irremediable y no encuentro escapatoria alguna. Salidas hay muchas, seguro. Soluciones satisfactorias muy pocas.
He sido redimido de mis pecados y he quedado prisionero de la generosidad de los demás, de las frustraciones de los demás; de sus angustias, de sus inestabilidades, de sus antecedentes, y hasta de sus ridículas amenazas. Que fácil es redimir para esclavizar, negar y destruir. Que fácil es dejarse mecer por la propia debilidad para sojuzgar a los demás. Que fácil es autodestruirse para atar en el propio entorno a quienes en circunstancias normales nos hubieran dicho adiós sin titubear y sin ningún tipo de remordimientos. Pero es ahí donde empieza y termina todo, o peor aún es ahí donde empieza todo y termino yo incapaz de moverme, de reconocer la verdad, de tener la valentía de asumir lo irremediable por grave que pudiera ser para el que sea.
Sigo pensando y eso es lo peor. Lo peor es que la vida pasa y verla pasar ajeno a ella no debiera ser lícito.
No hay razones, lo siento. Lo he intentado de verdad. Hoy parece idiota hablar de estas cuestiones antiguas y trasnochadas, pero yo debo ser antiguo y trasnochado, y sigo pensado, y sigo aquí que pudiera ser tanto como negar que pienso, pero la realidad es que ambas afirmaciones son ciertas. Y también que no encuentro la salida.

Para ser sincero conmigo mismo debo añadir que me temo que hay aquí mucho de baile de salón, y que no sería justo. Seguro que debe haber más. Seguro que algo más ...

domingo, septiembre 28, 2008

I. -

Yo no soy yo, vaya por delante. Hoy no lo soy. Pero tampoco es definitivo lo que estoy asegurando, porque cada uno de nosotros somos nosotros mismos y un montón más con sus peculiaridades, diferencias y matices. Tenemos almas gemelas, seguro, en las que no estamos muy dispuestos a reconocernos del todo, y ¡ojala sí lo fuéramos y pudiéramos hacerlo!, pero ellas si creen reconocerse de vez en cuando en nosotros, y qué lamentable para ellas. En fin, que somos una calamidad. Que todos nos creemos únicos y somos iguales, y repetidos, y algunos angustiosamente angustiosos pero, lo dicho, iguales a fin de cuentas; y esto último me viene a la cabeza porque acabo de leer una sentencia de un filosofo pakistaní con la que no sé si estoy del todo de acuerdo, y dice: “La mayor felicidad es la de no haber nacido”… No, no lo estoy. Definitivamente no estoy nada de acuerdo. ¿La vida no es la intranquilidad, la infelicidad y el riesgo? ¿La vida no es la posibilidad, el sufrimiento, la reparación, la frustración? ¿La vida no es también la opción libre de sobreponerse, de intentarlo, de poder hacerlo, de recuperarse? Caray, ¿cómo se puede decir que la felicidad es dejar de asumir tanta precariedad, tanta contingencia, tanta probabilidad de error, tantas y tan variadas posibilidades, a cuál menos buena, pero todas ellas interesantes y ricas en matices? Bien pensado la vida es un privilegio para quienes pudiéramos estar abiertos a cualquier situación y no nos dejamos desconcertar, o lo intentamos, por lo imprevisto. En fin, que la vida es un milagro, aunque para mí sea una desazón permanente porque nunca llego a encontrar la nota que, presumo, debiera seguir a la anterior en mi pentagrama, y así me luce el pelo: soy ordenado, reglado, previsible, sin margen para la sorpresa, y si no soy así del todo, al menos lo he intentado siempre. Pero como esto es otra historia voy a seguir con mi razonamiento.
No sé si hoy yo soy yo, aunque haya asegurado lo contrario anteriormente, pero tampoco me importa demasiado. El caso es que no hablando de mí, sin embargo, me siento enfadado, agredido, indefenso, supeditado y violentado. En fin, vencido sin confrontación alguna que pueda motivar esa sensación, y además sin remisión.
Me explico. Yo, que no soy yo o creo no serlo ni como sujeto principal ni como copia convertida en alma gemela, soy un ser cultivado, reflexivo, contundente en mis criterios, pero abierto cuando se trata de los demás, cuando los demás son espíritus dispuestos a salir de si mismos para desarrollarse y crecer; y si además son capaces de volar después, pues mejor que mejor. Yo soy un ser hermético y nada flexible conmigo mismo, pero abierto a los cuatro puntos cardinales con respecto a los demás.
¿Contradicción? ¡Ninguna! Tengamos la amabilidad de escrutarnos. No asumamos ser lo que no somos porque los demás nos definan así. Somos racionales, y como tales: ¿creativos, imaginativos, incluso inteligentemente cambiantes? -(la verdad es que no me atrevo a quitar los signos de interrogación aunque desvirtúen totalmente mi pretensión de afirmarlo, pero, ¿qué le vamos a hacer?) - . Si tú eres tú siempre y de la misma forma, pues eso que seguramente es perfecto para seguir respirando cada minuto del día sin sobresaltos, seguro que también es perfecto para que te puedas percatar que seguramente estás felizmente muerto, y también esto debe tener sus ventajas, seguro. Ya sabes, lo digo por aquello de que no suele haber más paz duradera que la de los cementerios. En lo demás siempre hay una tensión evidente, una guerra más o menos fría que librar, una “entente cordiale”, que nunca llega a ser “entente”, porque es imposición unilateral, y mucho menos que “cordiale”, porque si es imposición hay sometimiento y claudicación, y nunca aceptación.
Pero a lo que iba.
Yo si he vivido. Argamenón a mi la dado es un pardillo que no sabe ni de lo que habla, y lo intuye o lo adivina o se lo inventa, que de todo, imagino, hay un poco. Argamenón me da la sensación de que habitualmente compone la figura y casi nunca se queda el tiempo suficiente para ver que ha pasado. Seguro que está muy seguro de si mismo. O, qué sé yo, a lo peor es que ya ha aceptado su propia derrota y no le queda más que el resquicio de apuntar una tibia y delgada línea de pensamiento apuntalada entre grandes y vacías palabras por si pudiera vislumbrarla alguien y, tras interpretarla debidamente, pudiera sacar conclusiones para si mismo. Incluso, pienso, que le importa un bledo que pudiera haber ese alguien. Yo no, yo he vivido, lo he vivido y he sobrevivido a ello. No puedo asegurar que haya salido indemne de la confrontación, pero por lo menos aquí estoy, si no para contarlo con pelos y señales, que tampoco es esencial, si para afirmar que estoy, que es más que suficiente.
Yo he sobrevivido a mi culpa. Estoy enterrado en vida, eso sí; pero aquí estoy. He sobrevivido al juicio adverso, al calificativo negativo, al dedo acusador. He sobrevivido a la memoria demoledora, esa en la que se anota con pelos y señales los momentos más tristes de nuestra historia, cuando por mil razones o por una sola no hemos sido como somos, o hemos hecho lo que nunca quisimos hacer. La fotografía de la imagen que nunca quisimos ver de nosotros ha quedado grabada a fuego en esa memoria justiciera, y con seguridad, incluso, manifiestamente mejorada para el fin pretendido: realzar nuestra culpa.
Tengo un pasado al que he tenido que sobreponerme. Ni mejor ni peor del de otros muchos. El mío. Y no lo he vencido, aunque reconozco que nunca pretendí hacerlo porque nunca he sabido por qué tenía que haberlo hecho. Sólo he sido capaz de sobreponerme, que ya es más que suficiente. Las cicatrices están dentro. No se ven, pero están ahí y me limitan la movilidad mental, que es la única que me importa, y soy consciente de ello y por ello escribo lo que no quiero escribir, aunque los demás lo encuentren genial. Y asumo mi pasado, porque aún no siendo acomodaticio, tampoco soy beligerante. Se lucha contra la injusticia, contra la adversidad, incluso creo que también podría lucharse, que yo no lo hago, contra quienes caprichosa o interesadamente nos niegan, pretendiendo privarnos del derecho a equivocarnos, que debe ser como el derecho más elemental e irrenunciable que nos asiste en esta vida. No se lucha contra lo que en uno se reproduce genéticamente o que se asume por mimetismo, incluso por reacción, porque toda reacción tiene algo de violento y toda violencia es irracional. No se lucha, porque no se puede luchar contra las propias raíces, las propias taras que surgen de vez en cuando como marcas de nacimiento, las propias reglas del juego que uno acepta, sean o no acertadas. No, no se lucha contra ellas. Se asumen y se sobrepone uno a ellas recortándolas, como con los toros, con mucho valor y con la mejor o peor fortuna que nos depare la suerte en cada momento.
Yo soy yo y mis circunstancias. Mis circunstancias son mías y me configuran para bien y para mal. Pero mis circunstancias forman parte de mi mismo a pesar de mí y a pesar de que sean simplemente temporales, circunstanciales, incluso algunas ajenas. Cuando son utilizadas por los demás para arrinconarme, supeditarme y condicionarme ya son otra cosa. Entonces se convierten en armas arrojadizas utilizadas de mala fe capaces, muy capaces, de destrozarme no por si mismas, que como los fantasmas interiores hay que reconducirlos y domesticarlos, sino porque ya no son lo que fueron y adquieren entidad y carta de naturaleza por si mismas.
Pero dejemos de dar vueltas a las vueltas.
Alguien hablaba recientemente del perdón y de sus reglas, y no voy a entrar en tan sublime discusión porque siempre he estado al otro lado de la cuestión. Siempre he sido la causa de ese posible perdón. Siempre he tenido y tengo la sensación de que mi comportamiento ha dado lugar al nacimiento de grandes sentimientos en los demás: el del perdón, el de la redención, cuanto menos el del mirar a otra parte condescendientemente y con un cierto tufillo benévolo; casi nunca el del disimulo sincero, que debe ser algo así como el auténtico perdón de los religiosamente no ortodoxos. Siempre he percibido en mi insignificancia el estigma de la culpa, y esa culpa es la que genera el sentimiento y necesidad de la reparación y de la compensación.
Creo que no es fácil diseccionar determinadas cuestiones. Que no es fácil situarse debidamente y en el punto exacto que pudiera darnos una visión correcta de ellas, salvo que las simplifiquemos hasta el absurdo convirtiéndolas en inexistentes, como solemos hacer con frecuencia. Pero intentémoslo. Yo siempre he sido yo sin pretensión de haber sido igual que otros, ni tan siquiera mejor o peor. Me limitaba a ser yo, con mis aciertos, mis desaciertos, mis frustraciones, mis errores. Muchas, muchísimas veces me perdí en la vorágine de los acontecimientos, de las modas, del comportamiento colectivo que siempre genera una especie de irracionalidad inteligente que parece no requerir justificación alguna. Sin causar conscientemente mal a alguien pude perderme en mis ansias de encontrarme, comprenderme, descifrarme, justificarme y saber a dónde pretendía ir, a dónde debiera ir, y dónde pudiera estar el lugar que me correspondía a pesar de los demás y de mi falta de orientación.
Pude perderme irremisiblemente, suponiendo que esa perdida hubiera significado algo para los demás, y fui rescatado de mi perdida, orientado, confortado y reconducido por una persona determinada; no perdonado, porque mi comportamiento no había causado daño alguno a mi salvador; eso sí, fui redimido sin remisión, que es lo que sólo parece que cuenta en esta balanza de un platillo único.
Asumí la gratitud eterna que merecía tal esfuerzo y asumí, por supuesto, mi culpa, reconociendo claramente mis errores. Asumí, reconocí, y…, no lo hubiera pretendido, pero además dejé…, no tuve más remedio que intentar dejar de ser yo. Lo terrible es que seguía pensando por mi mismo, que es lo peor, y simplemente me quedé allí, perdido, desconcertado, rabiosamente consciente, angustiosamente limitado, ¿felizmente redimido? Me quedé allí hasta hoy. Me quedé en silencio. Me quedé sin protestar, renunciando a mi mismo sin renunciar del todo. Sabiendo que estaba porque no tenia, o creía no tener, más remedio. Me quedé, y aún estoy. Pero sigo pensando; y no, no es que no me de la gana, que eso es o puede ser caprichoso, es que no soy capaz de dejar de pensar, y lo que es aún peor, si quiero redimirme de mi mismo y del todo, es que no debiera ser capaz de hacerlo nunca.
….
Si, si; aquí lo dejo. ¿Quién en su sano juicio es capaz de leer más de una tirada? Yo, que definitivamente y gracias al cielo no soy yo, no soy capaz de seguir por el momento.
¡CONTINUARÁ!…. O a lo mejor no, ¿quién lo sabe?

PD.- Invito a mi alma gemela a que, si se atreve, que debiera atreverse, siga esta reflexión en su segunda parte. El guante ya esté en el suelo.

jueves, septiembre 04, 2008

Me dejo mecer por un fado de Amália Rodrigues que me trae a la memoria un no sé qué ya antiguo y, por olvidado, casi carente de perfiles, pero que a pesar de todo está ahí, aunque ya no recuerde dónde, ni cuándo, ni cómo me envolvió alguna vez y se me quedó en el baúl de los recuerdos que uno nunca supo que tenía porque sólo le preocupaba el mañana y correr para adelante a ninguna parte. Definitivamente, y es terrible darse cuenta a mi edad, hay cosas que son aunque uno no sepa a ciencia cierta por qué y como nacieron. Debe ser porque son ellas misma a pesar de nosotros, simples elementos vehiculares pero con pretensión de absolutismo y eternidad, y que tan sólo sabemos movernos en límites espaciales y temporales conocidos y amigos, que ya es el colmo de la propia limitación y finitud. Pero a lo que iba. Me dejo mecer inconsistente, porque la sensación es esa precisamente, la de deslizarme ingrávido de una orilla a otra, con una especie de vacío protector en mi entorno y un algo de “saudade”, que si suena bien, aún se percibe mejor, sintiendo, como se siente, entre pecho y espalda, detrás del esternón, y justo encima del estómago. Es una sensación entre triste, por desamparo, y plena, porque no hay nada más pleno y contundente que la sensación de distancia, de vacío, de soledad, de añoranza y hasta de miedo; incluso debe ser una especie de multisensación, como en los multicines, que con una entrada común hay un destino posible por decidir.
Respiro por la nariz y despacio, llenando plenamente mil pulmones y sus aledaños, y retengo dos segundos el aire. ¡Pufff...…! Expiro, siempre por la boca, muy despacio. Y ya debe estar todo resuelto. Ahuyentados convenientemente los fantasmas. Dispuesto para afrontar un nuevo reto. Casi como nuevo. Casi como posible. Así lo dicen los manuales al uso y yo me leo todos los prospectos, como está mandado, incluso el de la aspirina cada vez que tomo una de uvas a peras. Me hubiera gustado ser embarazada. Que cantidad de fármacos me hubiera ahorrado. Pero, lo confieso, nunca he estado embarazado y como la química me da miedo, pues eso, que dejo que la física lo resuelva todo a pesar de su impotencia comprobada de siempre. Pero a lo mío. Como a pesar de todo los fantasmas amigos siguen en mi entorno sin sentirse ahuyentados y se deben encontrar suficientemente protegidos, porque incluso suelen emplazar en su entorno a otros desconocidos y ajenos, me dejo mecer por los finales de palabras arrastrados y nasales hasta convertirse en un no sé qué gangoso que imagino perfecto para una tarde de invierno tras los cristales empañados y con la proximidad de una chimenea debidamente encendida, y, tras este alarde de imaginación con la que está cayendo en este “seguro de sol”, me recojo, como me hubiera recogido de haber podido hacerlo sin recato, en posición fetal para volver al seno materno y aprovechar allí el tiempo perdido en una meditación sin fin.

¿Cómo he podido perder tanto tiempo? me pregunto. ¿Cómo uno, que se considera inteligente, puede ser tan inconsciente, tan dependiente, tan influible, tan irracional? ¿Cómo es posible que el ser humano, que ha pasado por tantas visicitudes, siga siendo tan endeble cuando el resto de animales, menos racionales, han evolucionado lo necesario, no para sobrevivir, que es lo mínimo, sino para ser necesarios y especies, cuanto menos, protegíbles ? Es terrible no saber contestar a una pregunta tan simple. Pero el problema no es no saber contestar. Lo de verdad terrible es saber que no hay contestación valida. ¿Qué somos los qué somos? - y esto, mal que nos pese a algunos descerebrados, no da más de sí más allá de la propia pregunta.
Si, lo reconozco. Me declaro un descerebrado irremisible. La culpa es mía por no haber evolucionado como dios manda, por haberme quedado en lo retórico, en lo absurdo, en lo racional sin solución y hasta sin justificación. Los demás, lo reconozco también, si han debido evolucionar. Los demás son felices, no se preguntan casi nada, nada les resulta chocante o asonante. Todo debe ser un problema de oído y no de entendederas. Si a los demás, que son muchos, no hay nada que les chirríe, será que el que está fuera de juego soy yo. ¿Y si lo estoy?,- sintiéndolo por mi mismo- , pues eso, ¡viva la diferencia!
Me encanta ser inconsistente, imprevisible, intranscendente. Hubiera querido ser trascendente, ya lo dije en otras ocasiones, pero me doy cuenta de lo que soy y con toda la rabia del mundo lo asumo. No me encanta, aunque lo proclame a los cuatro vientos; realmente sé que soy lo que soy, un flan, pero no uno cualquiera, soy, quiero imaginarlo, un autentico “flan chino el mandarín”, que debe ser de la misma época que mi amada y hasta hoy casi ignorada Amália. Me encanta, como el flan autentico, ser inestable, oscilante, sensible, saudade pura, pero genuinamente de huevo. Esperanza, Añoranza. Inestabilidad, Relatividad, Humanidad. Lo dicho, de huevo; y confío que sólo el chino supiera si lo era de gallina de granja, y su secreto se haya ido con él a la tumba.
Hay tal cantidad de puntos suspensivos en mi vida que, si hablaran, serían capaces de decir en su inexpresividad lo que jamás sería capaz de expresar yo a pesar de sentirlos a flor de piel, y por ello ahí lo dejo. Que cada cual rellene a su imagen y semejanza los espacios vacíos de su propia vida con sensaciones llenas o con las que sean. La verdad es que no sé para qué hay que llenar nada. Uno siempre es lo que es, por poco que llegue a ser, sino se deja llevar por los acontecimientos y por los demás, que es el peligro verdadero. Yo que soy un pobre imbécil, reconozco que casi siempre soy más cuando no sé como decirlo que cuando trato de llenar de palabras los espacios de mi propia indefinición, espacios vacíos, por supuesto, pero también calidos por la esperanza de lo que pudieran albergar en algún momento. En fin, que qué más da. Hoy sólo quería homenajear a Amália Rodrigues a la que no conozco y ni siquiera sé si vive, y nada más. Seguir escuchándola en esta tarde radiante de sol que invita poco al fado, pero que abre todas las puertas a la fantasía, a la que me encamino conscientemente a pesar de mi mismo, casi todo racionalidad y sentido practico. ¿ Pero, qué le vamos a hacer?

miércoles, agosto 06, 2008

Ya, está claro. Esto debe ser una variante de aquel juego de poner y quitar la mano para intentar que no te la golpee el oponente. Si, un juego de esgrima más mental que otra cosa que recuerdo de mi niñez, y una vez más, después de tanto tiempo y tanto olvido, estoy aquí exponiendo la mano y algo más con la convicción de que ahora acertaré a retirarla a tiempo, y con la certeza de que seguramente así me lucirá el pelo.
Pongo la mano. Espero el tiempo que estimo preciso. La aguanto extendida todo lo que puedo mientras me pregunto para pensar en otra cosa: pero, ¿y qué es el amor? Sigo esperando. Podría parecer muy imbécil a mi edad y en mi estado hacerme una pregunta tan de adolescente, pero me la formulo porque sí y sin ningún recato, y sobre todo porque hoy, seguro de mi pericia y reflejos para retirar la mano a tiempo, me siento con la necesidad de hacerla no sólo para distraerme de mi empeño principal, sino porque no me da la gana medir el tiempo con la misma medida que la distancia.
El tiempo es relativo. El tiempo debiera ser circunstancial. El tiempo lo es a pesar de si mismo y de nosotros, pero no debe afectar en nada a quien lo sufre, que sólo lo acepta, lo metaboliza, y lo asume para transformarlo en otro tipo de medida limitativa de la propia realidad. El tiempo no mata los sentimientos, ni los debilita, ni los trasforma, digan lo que digan los que siempre dicen algo con peso específico y con sentido. El tiempo sólo parece oxidarnos más por fuera que por dentro si por dentro no se lo permitimos, que eso ya sólo depende de nosotros mismos. Y si se lo permitiéramos, que la culpa sería nuestra y sólo nuestra, entonces sería devastador, entonces seguro que sería muy capaz de encogernos haciéndonos volver a nuestro estado inicial.
En muchas ocasiones he comprobado como algunos niños recién nacidos, con sus caritas de sorpresa, de agotamiento por el primer esfuerzo y quizás el más desproporcionado que tendrán que hacer a lo largo de sus vidas, y con el lógico cabreo por haber sido expulsado de su paraíso terrenal, se parecen a sus propios abuelos, imagen fidedigna de lo que posiblemente sean ellos mismos ochenta años después, y en los que se observa la misma cara de sorpresa, esfuerzo y cabreo que al principio, pero quizás entonces con conocimiento de causa de la derrota consentida frente al tiempo, que debe molestar aún mucho más.
El tiempo pasa, pero tú por dentro no; tú eres o puedes ser el mismo de siempre si quisieras. Lo difícil es ser consciente, primero, y luego, además, querer. La distancia es insalvable, el tiempo no, sólo pasa y nada más. Depende de ti.
Pero dejémonos de zarandajas. ………(¿Zarandajas? hoy, según parece, estoy sobrado)
¿Qué es el amor?
Bueno, pues si, ¿y qué podría decir? ¿El Amor? ¡Caray!

Siempre, por supuesto con permiso de Sabrina, también yo “quise escribir la canción mas bonito del mundo”, os lo aseguro. Lo malo es que aún sigo queriéndola escribir y eso debe significar algo. ¿Esperanza de cara al futuro? ¿Frustración con respecto al pasado?... Ni idea. Tal vez un poco de todo. Pero la sensación real es que siempre parece que habrá un futuro y por supuesto hubo un pasado, lo terrible es que también casi siempre nos olvidamos del presente. ¿Será que no existe? ¿Será que habitualmente nos coge en tierra de nadie? ¿Será que sólo es la escusa para seguir esperando tras desesperarnos por lo vivido?

¿El amor? Si, el amor. ¡En que lío me he metido yo solito!
Toda mi vida he sido reo de mis propias limitaciones, de las trampas para osos que asumí voluntariamente para disfrazar casi todo en otra cosa distinta que no me hiciera aparecer tan endeble sentimentalmente, tan dependiente, tan vulnerable, tan adicto, tal vez tan humano a pesar de haberme pasado la vida pretendiendo ser humano. Esa es o debe ser la paradoja de la vida o por lo menos de la de mi vida. Siempre me ha parecido no estar en ninguna parte a pesar de haber pretendido estar en todas y seguramente haberlo estado en casi todas. En fin, una contradicción más, posiblemente la contradicción permanente de los contradictorios presuntuosos con ansias de humildad franciscana, como me gustaría pensar que es mi caso (?). Contradictorios, y utilizando términos procesales televisivos al uso: presuntamente complejos y presuntamente insatisfechos consigo mismos. ¿Y qué más podría decir para definirme? Yo era de una forma y siempre parecía ser de otra cuando realmente lo que quería era simplemente ser como realmente era o, por lo menos, estar sin artificios ni disimulos, o vivir, o sobrevivir, o poder hablar conforme sentía y me sentía, o qué sé yo.
El amor para mí siempre ha sido ese sentimiento que lo es todo y lo llena todo y puede hacer que uno prescinda de todo lo demás. El amor es el sentimiento por excelencia que siempre te permitía, - hoy a penas me queda un recuerdo tibio para poderlo afirmar con seguridad, pero a pesar de ello me arriesgo a asegurarlo con la ilusión de acertar -, te permitía, digo, saber retirar la mano a tiempo, y si no lo conseguías te permitía en todo caso felicitar al contrincante con toda franqueza porque a ti te daba igual en tu nube de algodón y en tu nirvana perfecto, donde lo demás, todo lo demás, te dejaba elegantemente indiferente.
El amor era el sentimiento perfecto, el pleno, el único; era y lo es además para mí, que lo he escondido siempre dentro, demasiado adentro quizás, para evitar perderlo en alguna parte, y de tanto guardarlo y protegerlo dejé que languideciera, se desnaturalizara, se convirtiera en obligación cotidiana donde antes era, o creo que era, poesía. Poesía urbana tal vez, nada rutilante, nada artificiosa, repleta de bocinazos y con olor a cocido, pero siempre palpitante, calida, acogedora, envolvente y hasta amable.
Reconozco también que siempre necesité de una copa de más para encontrarme a través de la bruma que habitualmente me ha envuelto, pero que nadie se asuste, también siempre fue una de menos para no dejar de ser yo en lo fundamental, que tampoco se exactamente lo que debe de ser. Siempre necesité una copa de más para liberarme de mi mismo y convertirme en yo sin aditamentos ni artificios y pretender llegar a los demás, y los demás nunca fueron los demás, que eran muchos y las muchedumbres nunca me interesaron demasiado, sino que los demás eran o se representaban en ti, porque siempre ha sido ella aunque nunca haya sabido entenderlo. Pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Lo de siempre! Una cosa es lo que es, otra lo que podría haber sido, y nunca lo que debería haber sido. Bueno, pero ¿cómo hubiera podido entenderlo ella si yo lo disfracé para sentirlo sin expresarlo? Una paradoja más. Una pirueta en triple mortal. ¡El absurdo por el absurdo! Incluso es muy posible que eso sea el amor, un sentimiento predispuesto a cojear aunque sea casi imperceptiblemente, que avanza y uno se siente plenamente satisfecho por ese avance, pero que al cabo de un tiempo, cuando nos hemos relajado un punto, nos percatamos que esa cojera que asumimos sin darle mayor importancia ha violentado nuestra columna y nos trasmite dolor. Dolor compensado y al que nos hemos llegado a acostumbrar, pero dolor a fin de cuentas, que seguro que es otra cosa muy distinta a la plenitud de la satisfacción deseada.
He sentido el amor tan dentro, tan pletórico, tan mío, que seguramente incluso me he olvidado de ti, y seguro que ese debe ser el problema.

Si, quise escribir la canción más bonita del mundo y me salio este ripio imperdonable. El gesto tosco, la lejanía protectora de la propia impotencia a expresar libre, diáfana y espontáneamente los sentimientos. Siempre guardando las formas. Siempre componiendo la figura. Dejando la estela. Y también siempre después, cuando uno se queda solo física y espiritualmente, recomponiendo minutos sueltos y escenas fragmentarias para intentar crear sólo una imagen que sustituya a la realidad por lo que pudiera haber sido.
En fin ¡”Que pasen ya los payasos”! Que por cierto siempre me gustó más la versión de Judy Collins que la de Sinatra. Eso, ¡que pasen los payasos! ¡Que siga la función!

Toda la vida sabiendo que necesitaba estar enamorado hasta los tuétanos. Que necesitaba sentir el amor. Que necesitaba sentirme importante aunque fuera en el cuarto trastero de tu casa. Que el amor es un cumulo de circunstancias curiosas, y muchas absurdas, y casi todas desmistificantes sobre la realidad del propio concepto de amor. Porque el amor seguro que es otra cosa distinta a lo que debiera ser, o a lo que quisiéramos que fuera, o incluso a lo que siempre imaginábamos que debiera haber sido y hubiéramos estado dispuestos a convertir; evidentemente muy distinta a lo que para cada uno de nosotros lo ha sido o lo es en algún momento.
Pero yo, al menos, sé que siempre he estado allí, y esperando. Siempre esperando.
Hoy no quiero abrir la boca, ¿para qué, si lo que es, es lo que es? Hoy me sobran las palabras porque casi todas ellas me arañan la espalda sin que tengan ningún sentido.
Yo, como tantos otros, quisiera saber la razón de mi razón, y no la encuentro. Y aquí permanezco con la mejor de mis sonrisas, mirando siempre adelante, y con la sensación, que riego como dios manda cada día, de que mañana será otro día. Que otro día es sinónimo de una nueva esperanza. Y de que mientras esté esto puede cambiar.
En fin. Tenía plena confianza de retirar esta vez la mano a tiempo y no ha sido así, y aún me duele. ¿No dicen que algunos tropezamos más de dos veces en la misma piedra? Seguro que es verdad.