jueves, mayo 29, 2008

Tiene narices la vida. Tú la vas viviendo sin aspavientos y como buenamente puedes, mirando siempre a derecha e izquierda para evitarte sobresaltos, y cruzando por el consabido paso de cebra, que según dicen quienes entienden de esto, es por donde se debe cruzar. Te sientes, o crees sentirte, que para el caso importa muy poco, animoso, participativo, solidario, serio, respetuoso. Te obligas a ti mismo. Y a ti mismo te limitas palpándote para definir tus propios perfiles cada vez que actúas, un poco por coherencia, mucho más por prudencia, y sobre todo por no significarte y por no romper la aparente armonía que te rodea. Esa armonía de la que hablan casi todos, tú apenas has llegado a vislumbrarla alguna vez, y por supuesto rechina y se da de tortas con el aura que llegas a percibir de los que son sus defensores a ultranza. En fin, debe ser la paradoja de siempre, te dices con frecuencia sin darle mayor importancia. Lo anecdótico de la vida.
A pesar de todo y por lo que pudiera ser, estás ahí siempre o crees estarlo. Nunca te amagas y evidentemente dejas en tu entorno una impresión de fuerza, como de poder abarcarlo todo, de dominarlo todo, de resolverlo todo. No es por soberbia, que también lo es, porque en el fondo es lo único cierto y nítido que percibes de ti mismo. Nadie medianamente serio se ha atrevido nunca a señalarte con el dedo porque saben reconocer tu valía, tu saber estar, lo dicho: tu consistencia. Esa consistencia que no suele ser demasiado habitual. Evidentemente descartas a los medios de comunicación social que son, gracias al cielo, de otro mundo. Esos si, alguna vez, te han señalado con el dedo, pero ellos no cuentan. ¿Cómo pueden contar quienes están obligados a juntar palabras a tanto cada una de ellas sin que lleguen a saber, en su gran mayoría, lo que significan y su posible repercusión? Pero, en fin, esa es otra historia que debe permanecer por el momento soterrada, y te callas, y dejas a la hermana de la princesa que libre su propia batalla que seguirá perdiendo, de seguro, porque la justicia ha olvidado en algún rincón la inocencia; y esa es también otra guerra, incluso distinta de la anterior. Tiempo habrá para hablar de ellas y librarlas donde proceda cuando sea oportuno. Hoy simplemente hablas de ti, como casi siempre, y reconoces lo que ya has reconocido.
Habitualmente te sueles mirar de reojo, como de pasada, en el espejo del ascensor cada día cuando vuelves a casa, y en los segundos escasos que tarda en llegar a tu piso te da tiempo para reconocer que no lo has hecho demasiado mal y que incluso el nudo de la corbata permanece en su sitio a pesar de todo lo acontecido. Evidentemente no es puro narcisismo, que no crees necesitar; es una especie de terapia comúnmente aceptada; es un reconocerte, saludarte, aceptarte sin más, y despedirte hasta el día siguiente con la esperanza de encontrarte de nuevo y ser capaz de identificarte más allá de toda duda razonable. Simplemente es la constatación de que el día de hoy ha concluido dentro de lo esperado y sin demasiados sobresaltos.
Todo encaja. Todo es normal. Todo se sucede, y un día precede al siguiente, y aún sigues pensando, porque realmente piensas y no te limitas a dejarte llevar, que no lo has hecho del todo mal.
Pero…, ¿y quién te dijo alguna vez que siempre hay un pero en todo planteamiento por muy perfecto que pudiera parecer? Y no lo recuerdas, y tampoco importa, pero resulta que debe ser así, porque un día te paras de golpe y te quedas sin saber si debes seguir adelante o volver atrás. Y descubres, sin previo aviso, que la vida tiene narices, cuando ni siquiera creías que tú pudieras necesitarlas para justificarte, y ya, seguro, nadie lo podrá remediar. Si, ¡vaya por Dios! ¡Tiene narices!
Un día lees una breve y acertada narración de hechos pasados escrita por alguien que forma parte de tu historia, aunque tu historia la has dejado prudentemente enterrada bajo esa leve capa de olvido protector que debiera imposibilitar que los fantasmas de siempre pudieran volver a asustarte y producirte sobresaltos que te obligaran a descomponer la figura, y, de repente, ya nada es lo mismo, y si lo fuera, que pudiera ser, ya no te lo parece, que seguramente es aún peor.
Vuelves a coger el mismo ascensor a la misma hora, pero otro día después, y te encuentras con una imagen diferente. Ya no eres tú. Te encuentras con alguien a quien a penas reconoces y que te mira sin ningún recato, casi amenazadoramente y con ganas de interrogarte sin respetar para nada tu derecho a la estabilidad que tanto debió costarte. Tú bajas recatadamente la mirada para acomodarte al reducido espacio compartido de la cabina sin querer sentirte obligado a abrir la boca, tratando de ignorarlo, pero tu acompañante ocasional no te da respiro alguno y te formula la pregunta más tonta del mundo, esa que sabes que jamás te harías, y que cuando supiste que no te la harías nunca, también supiste que de hacerlo alguna vez correrías el riesgo evidente de desestabilizarte por completo y para siempre; si, por supuesto, la pregunta esa de: ¿qué has hecho con tu vida?
¡Válgame Dios!
Hay algo que se te rompe en el interior, que te sacude, que te hace tambalear perdiendo pie.
¿Qué estoy haciendo con mi vida? Por supuesto que ignoras la respuesta, pero no te queda más remedio que mirar hacia adentro y te percatas realmente, como siempre temiste, que no has hecho casi nada, que has pasado y sigues pasando por tu vida de puntillas para no asustarla, y para que ella no se enterara tampoco de que tú estabas allí y te dejara en paz.
Habías suscrito, sin darte del todo cuenta, una especie de pacto de no agresión reciproco. Un dejarse mecer inconsciente e inconsistentemente. Un permitirse llegar hasta el final aunque estuviera en ninguna parte y no valiera en realidad la pena, pero siempre sin romper la falsa armonía, la estética que parece justificarlo casi todo. Sin generar en ningún caso ningún tipo de violencia, absolutamente inadmisible.
Si, lo reconozco, siempre me ha asustado la violencia quizá porque pudiera ser un ser violento, que no lo sé. ¡Ojala no!
De puntillas, sin hacer ruido, casi inapreciable. Etéreo, vaporoso, una especie de sueño de la realidad cuando uno es capaz de inventarse la realidad y ésta, a su vez, de dejar falsas señales en el corazón, una especie de infartos incruentos sólo apreciables a los rayos x. Lo de siempre, el ser sin existir. Espíritu puro. ¿Qué mejor que ser invisible, por si acaso?
De puntillas. Sin hacer ruido. Hablando sin decir demasiado. Extendiendo una mano para rozar, porque necesitas rozar siempre por el miedo enorme que le tienes a la soledad, pero convirtiendo el roce en algo casi imperceptible, con apenas entidad como para desplazar ligeramente el aire que pudiera haber entre los cuerpos, para generar una simple impresión. Y si embargo, me encanta el roce casi animal que te devuelve a una realidad primitiva donde el contacto no es de dependencia y sometimiento, sino de igualdad, correspondencia, participación, fuego y vida. Distancia abismal, insalvable. Yo sólo soy capaz de generar apariencia, armonía poética, fuegos fatuos. Si, sobre todo ¡vaciedad!, ¡frustración!
Opinar sin estridencias con la pretensión de influir sutil y acertadamente, juntando las palabras adecuadas, pero falto de convicción en lo dicho, sin interés alguno en que tus ideas prendieran en los demás más allá de lo estrictamente necesario para causar una primera impresión favorable. Una vez más la apariencia.
De puntillas. Incluso con un punto de humor que desdramatice cualquier situación tensa convirtiéndola en soportable, y limando cualquier aspereza que hiciera pensar que hay dificultades, que la angustia es el estado natural del ser humano, y si no lo es, que por lo menos no deja de ser consustancial al mismo.
De puntillas para enmascarar la propia debilidad y la falta de sentimientos francos.
La estela es positiva. Se ha creado una imagen adecuada, y ya se sabe que estamos en el siglo de la imagen sin importar demasiado lo que hay detrás de ella, ni siquiera si es medianamente consistente y si se corresponde con la realidad.
Si, la estela y la imagen crean una presunción, y te percatas de repente que has vivido y te has alimentado precisamente de tu propia imagen, ignorándote a ti mismo, el gran desconocido, e incluso sabiendo a ciencia cierta que esa imagen no es ni de lejos la tuya autentica.
Ya te lo habías confesado alguna vez; tu vida, habías escrito, es un calidoscopio perfecto, el juego de la adecuación, de la adaptación, del encaje de bolillos, de la paz de los cementerios. Un juego, a fin de cuentas, supeditado siempre al capricho de apretar el botón que lo desconecta.
De puntillas, si. Ajustándote correctamente el nudo de la corbata, que esta vez has observado torcido, mientras tus sentimientos brillan por su ausencia enredándose en el mundo de lo imaginario sin incidir en el real. Eran sueños infantiles, te reconoces, pretensiones de algo mejor que has sabido controlar para que no te descontrolaran.
Has vivido mil acontecimientos de todo tipo. Bueno, tampoco. Has pasado de puntillas por esos mil acontecimientos dejando huella en los demás, lo sabes, pero tú lo has hecho desde la distancia, tras la barrera, con toda la asepsia del mundo, quedándote siempre fuera, componiendo sólo la figura. Te has cruzado con mil personas distintas a la que has sabido reconocerles incluso sus falsos meritos, pero tú has pasado sin rozarles casi, como un espíritu temeroso de contaminarse con ellos, de enredarte con alguno, de experimentar, de sentir, de poder temblar, de que pudieran zarandearte haciéndote despertar de tu ensoñación.
Te has quitado de en medio siempre, y hoy lo sabes, que es aún peor. Y sabes por fin, y sin ningún tipo de dudas, que has vivido tu vida en una especie de constante viaje astral; el problema de verdad es que tu yo viajero no se parece en nada a tu yo dormido, y ha decidido no esperar más y huir de su cárcel sin importarle, ni siquiera, la cojera que le ha dejado una ciática idiota. Y tú, mientras, te sigues perdiendo sin paliativos en tu verborrea sin fin, pero quizás esta vez de verdad. Tal vez sólo te quede esperar que alguien te despierte mañana placidamente y sin sobresaltos. Tal vez aún te quede la facultad de esperar aunque sepas que ya serás para siempre la mitad de ti mismo, y posiblemente no la más autentica. Si, tal vez aún poder esperar. ¿Por qué no?

viernes, mayo 09, 2008

Hace algún tiempo que no me miro al espejo, pero me temo que me estoy haciendo mayor. Es una impresión, un algo que percibo en mi propio entorno. Empiezo a sentir la sensación de que no tengo prisa para nada; de que soy capaz de aguantar en mi sitio de la cola sin rechistar; que no me quejo cuando me cortan el café con leche caliente y no del tiempo; que no replico a casi nada; que miro a más distancia y por encima de las cabezas sin importarme lo que veo; que escucho sólo lo indispensable; y, sobre todo, que se me amontonan los pensamientos y, por no rechazar ninguno, tan sólo soy capaz de intentar ponerlos en orden. Me limito a almacenarlos por colores y texturas; los pongo de dos en fondo como en formación militar, que seguramente debe ser la formación menos útil posible para un ciudadano de a pie que aspira a no meterse con nadie y a que nadie decida espantarse el propio aburrimiento metiéndose con él, y ahí permanecen a la espera de un no se qué. Lo peor de todo es que yo tampoco sé a ciencia cierta que es lo que pudiera ser ese “qué”.
¡Empiezo a coleccionar pensamientos! Si, ya sé que dicho así no parece nada extraordinario, pero a mi me lo parece cada vez más, porque ¿quién en su sano juicio sería capaz de rechazar algún pensamiento propio si llegara a cazarlo al vuelo, fuera consciente de ello y, además, no se empeñaría, cuanto menos, en retenerlo y ponerlo a salvo con lo difícil que parece que debe ser? Seguro que nadie. Bueno, seguro seguro, tampoco estoy del todo seguro. Pero, lo dicho. Yo empiezo a almacenarlos como otros almacenan ropas usadas, desperdicios callejeros, o quién sabe qué. Que sean útiles o no, por supuesto, es otra cosa. Eso ya sería pedir demasiado y en el peor de los casos tendría que ser suficiente con almacenarlos para por si acaso. ¿A quién tendría que importarle para qué puedan servir? Es más, ¿a quién le puede importar de verdad los pensamientos de los demás, útiles o inútiles, si ya no importan ni los propios, esos pensamientos que más parecen recuerdos en color sepia y desvaídos, como rozados, languidecidos por el tiempo y el abandono? A nadie, seguro. Si al menos fueran de esa clase de pensamientos que nacen en el vericueto indescifrable de las conversaciones crípticas de los integrantes de la última edición de gran hermano, indescifrabilidad que pudiera hacer presumir una inteligencia privilegiada en su ocasional autor, aún aún, ¿pero un pensamiento ajeno sin más, incluso alguno propio de esos que nacen casi espontáneamente después de haber sido repetidos hasta la sociedad por algún programa televisivo al uso, ¿para qué puede llegar a servir más allá de ser capaz de complicarnos la vida aunque sea por accidente y sin pretenderlo?
En fin, lo de los pensamientos me pone sobre aviso. Pero no todo es eso. También, cuando me miro las manos ya no detecto tensión, impulso alguno, ni siquiera sudoración o crispación, sí acaso un cierto temblequeo, y seguro que eso es parkinson; por lo tanto, está claro que me estoy haciendo mayor con lo jodido que debe ser. ¡Tan inútil! ¡Tan insignificante! En fin ¡tan molesto para uno mismo, y sobre todo para los demás!
Y si me estoy haciendo mayor ya, me pregunto: ¿cuál ha sido mi razón de ser? ¿Por qué me he empeñado en pasar un día tras otro asumiendo un orden preestablecido sin ponerlo en solfa, sin discutirlo, sin quejarme por mi propia acomodación? ¿Por qué no he sabido reivindicarme a mí mismo y lo he aceptado casi todo mirando a otra parte o buscando otras quimeras tan aparentes como falsas?
Presuntuoso, ya lo sé: ¡mi razón de ser! Suena redondo y contundente, sobre todo suena a hueco que es como suelen sonar las palabras de las que solemos alimentarnos cuando nos falta la voluntad real de mirar en nuestro entorno, de extender una mano para tocar algo o a alguien, y de ensuciarnos con el polvo del camino.
¿Mi razón de ser ?... Llevo un buen rato parado en la dichosa frase sin que se me ocurra nada que me permita seguir.
Pongo en mi quemador de esencias milagrosas un chorrete de agua y algunas gotas de jazmín, y nada, ni por esas, -¡con lo bien que olía en la “Arboleda perdida”! -, pero ahora sólo percibo un olor-sabor a lupanar barato y nada trascendente. Le doy un trago a mi copa y siento acidez de estomago. En fin nada del otro mundo y mucho de éste. Y sigo donde sigo, sin atravesar ninguna barrera del sonido, ni siquiera la neblina que me suele envolver cuando pretendo encontrar respuestas a las preguntas más insignificantes.
Siento que me estoy haciendo mayor cuando siempre he pretendido ser mayor para eso que presumía debiera ser útil: para pensar; para actuar sin demasiados limites; para poder decidir siendo mi decisión, junto con las de otros, resolutiva y valida; para poder equivocarme, la razón primera y principal del ser humano, y poder rectificar; para poder pedir perdón agachando ligeramente la cabeza con convicción, sólo por eso, porque era de justicia pedirlo, y sin pretender obtener más beneficio que el que pudiera obtenerse del error rectificado; y para seguir, para seguir siempre adelante. Un pasito a tras, pero dos adelante. Siento que empiezo a conseguir mi sueño y que mi sueño parece ser simplemente eso, la pretensión de alcanzar en algún momento la zanahoria que me obliga a seguir dando vueltas a la noria a pesar del cansancio y del tedio y sabiendo, además, que nunca me gustaron las zanahorias.
Ya, ya lo sé, ¡caray! Todo un universo creado para mi, y yo con estos pelos. Es terrible.
Me estoy haciendo mayor y sigo como siempre. Soy la promesa sempiterna que nunca explota. Que está ahí inteligentemente prudente. Soy la esperanza del futuro, cuando el futuro siempre me adelanta dejándome una estela de inconsistencia y polvo.
Siempre he ido a rebufo de alguien o de algo, que no lo sé a ciencia cierta porque sólo me ha rodeado precisamente eso, su rebufo, su espacio vacío de contenido y de tensiones, sobre todo vacío de emociones, dejando tan solo el espacio en su propio vacío repleto de presuntuosidad.
Me estoy haciendo mayor y me pregunto, ¿para qué? ¿qué utilidad tiene? ¿a quién le sirve…? Si, ya lo se, el utilitarismo de siempre y yo reniego una vez más de ello; lo útil por lo útil es lo más inútil que hay.
En fin, me temo que empiezo a hacerme mayor y todo parece seguir tan idota como siempre; y para colmo ya ni siquiera pongo la televisión que lo llena casi todo dándole sentido a cualquier vida inteligente. Y entonces, sin televisión y sin prensa, ¿qué esperanza me queda, si incluso la justicia es lo que parece lamentablemente ser?
Definitivamente, y aunque no me mire al espejo, puedo decir sin demasiado margen para el error que me temo que me estoy haciendo mayor. ¡Lo que me faltaba!