Seguramente es idiota hablar de la sensación que se tiene cuando uno tiene la sensación autentica de ser mayor, pero por lo que he visto es realmente efectivo para conseguir la solidaridad de muchos, la caridad de algunos otros, y el irremediable “le acompaño en el sentimiento” dicho entre dientes por unos pocos, posiblemente aquellos conscientemente jóvenes que no saben todavía de que va esta historia pero se sienten en la obligación de participar en algo tan desapasionante y ajeno a ellos mismos como para tratar de no quedar en evidencia. Ellos lo tienen más claro que nadie. Dicen lo que no sienten porque intuyen, más que saben, que las cosas son lo que son, casi siempre irremediables pero evidentemente ajenas, y lo dicen con la indiferencia del que ignora que de ellas puedan nacer mil consecuencias no necesariamente afortunadas. Efectivamente no hay nada como estar lejos de un problema para que el problema no exista o, en el peor de los casos, para que se minimice hasta convertirse en absurdo. Ya se sabe lo fácil que es resolver las cuestiones que siempre nos plantean los demás y que no tenemos más remedio que asumir como si fueran nuestras. Realmente sólo se necesita de buenas palabras, las más ampulosas y huecas que seamos capaces de reunir, y sobre todo suficientemente ambivalentes, que nunca comprometan demasiado, que puedan servir para casi todo, y que tengan musicalidad y un cierto ritmo.
Es curioso como todo ser humano tiene un sentido musical innato evidente, incluso aquellos que presumen de carecer de oído porque lo suyo de verdad es la lectura, que siempre - dicen - es otra cosa. Yo me dí cuenta de ello desde el primer momento de mi vida consciente. Me percaté de ello como también me percaté de que todo parecía interesarme; era un observador compulsivo entendiera o no entendiera lo que veía. Me fijaba en todo y todo lo registraba y archivaba en los respectivos casilleros de mi mente, donde almacené montañas de escenas, gestos, palabras, risas y llantos, emociones, sensaciones, desconciertos… Allí quedaron todos registrados, guardando, por supuesto, la distancia adecuada con respecto a mi mismo. Todo, fuera lo que fuera y por muy tonto que pudiera parecer, me interesaba, y todo parecía tener su razón de ser, aunque dicho orden aparente respondiera al mas absoluto desorden nacido de un mundo de paradojas, inconsistente y repleto de contradicciones y absurdos. Pero, entonces, a mi todo me parecía mágico y atraía mi atención sin dejarme nunca indiferente. Bueno, tengo que ser sincero. Curioso era, pero también lo seguí siendo y aún más cuando me percaté de que la curiosidad podía ser el antídoto perfecto para poder evitar vivir la realidad, y que permanecer en segundo plano y en permanente observación era más fácil y mucho más cómodo que vivir y participar en los acontecimientos que observaba.
Pero a lo que iba. El sentido musical de los desorejados musicalmente hablando lo descubrí en un duelo funerario de los de antes, de los auténticos a los que no les suele faltar de nada y menos aún el coro de plañideras profesiones más que capaces de taladrarte con sus llantos e hipidos no sólo el tímpano, sino también el recinto amurallado del alma donde sueles ocultar los sentimientos y las emociones genéricas, esas que se reservan para los demás en general, ni demasiado ciertas ni totalmente falsas; lo dicho, tibias sin más. Las otras, las propias e inmediatas, ésas siempre suelen estar a flor de piel y no hay forma humana de protegerlas; quizá tan sólo de disfrazarlas adecuadamente, y no necesitan de ninguna música para manifestarse.
Pues es cierto y así lo observé y lo escribo; aquellas plañideras hicieron emocionar, con sus cantos de delfines juguetones, a todos los asistentes, y algunos eran manifiestamente inútiles para apreciar dos notas seguidas. Aún se me encoje el ánimo cuando lo recuerdo a pesar de haber olvidado a quién se velaba.
Seguramente desde la perspectiva de mis treinta y algunos años haya sido improcedente lamentarme de algunas cuestiones que son meramente circunstanciales para la gran mayoría de los mortales, incluso para mi mismo, pero ¿por qué no hacerlo sin miramientos? ¿No es, acaso, un problema de tiempo nada más?
¿Miedo a hacernos mayores? No, por supuesto que no. ¿Miedo, dice usted? ¡Que va! El tiempo no es nada, ni siquiera cuenta. El tiempo va a su bola y nosotros a la nuestra si es eso lo que queremos, que casi siempre, salvo que seamos lamentablemente fatalistas, queremos. A mi jamás me ha dado miedo el tiempo quizá porque estoy situado aún en tierra de nadie: a caballo del ayer, que lo tengo aún entre las manos, encima de la palma, aunque ya próximo al extremo de los dedos y a punto de caer al vacío más vacío posible, y del mañana, que también está a punto de acampar sobre mi propia mano y asentar sus reales creándome el desasosiego que presumo me va a crear. En fin, que soy una especia de malabarista de la realidad, que la asumo, discuto, trato inútilmente de transformarla, me quejo de ella y, resignadamente, la vivo con la pretensión inconformista de que me permita al menos tener derecho al pataleo.
Creo que ese derecho es el único que nos identifica como seres humanos de verdad. Me encanta despotricar de casi todo y no aceptar casi nada. Me analizo, mi disecciono, busco reacciones que quisiera encontrarme y que no aparecen por ninguna parte, y encuentro consecuencias a hechos que ni siquiera pude adivinar que existían en mi entorno y que con seguridad estuvieron ahí. Me acuso y me condeno sin paliativos. Me redimo pocas, muy pocas veces. Pero desde siempre eso que me permito a mi mismo no se lo he permitido a los demás nunca. Ellos no son quiénes ni para condenarme, que por supuesto no lo harían habitualmente si fueran seres pensante y no teledirigidos, que cada vez hay más, no por malicia, sino por comodidad, porque es mejor dejarse llevar, porque para qué remar contra corriente con lo agotador que parece ser, y sobre todo para qué, si el resultado final suele ser el mismo. Sí, lo dicho; a ellos, los acomodaticios, los estables, los amorfos, a ellos si lo hicieran, si me condenaran, ni se lo tendría en consideración y no me importaría lo más mínimo; pero si me redimieran aún se lo aceptaría menos aún precisamente porque quiero seguir siendo dueño de mi vida, y la única manifestación inteligente de mi propia realidad es la de ser redactor voluntario y único de mi testamento vital, ése que deberá decir lo que debería decir cuando seguramente no podré decir lo que había pensado decir mil doscientas veces antes . Que nadie sea capaz de sustituirme, de quitarme de en medio, de aparcarme junto al andén de salida habiéndome puesto entre las manos el billete determinado a un destino cierto. Que nadie sea capaz de absolverme de nada, salvo que yo lo solicite, que no lo haré, no por coherencia, que eso es sinónimo de inteligencia natural, sino por soberbia, que es igualmente sinónimo pero, en este caso, de falta de inteligencia incluso más natural y más humana pero mas coherente con cualquier descendiente directo de nuestros primeros padres, aquellos que, gracias a Dios, nos hicieron como nos hicieron: infelices, seguro; pero, sobre todo, vitales. Tan vitales como vengo diciendo, con el rasgo más característico de nuestra propia naturaleza, la de reivindicar y hacer uso de nuestro derecho al pataleo.
¿Hacernos mayores? ¡Que maravilla! Y perder… ¿la conciencia de lo que fuimos?; ¿la memoria de lo que hicimos? ; ¿nuestra independencia?; ¿nuestra fuerza?, ¿nuestra esperanza de dejar de ser lo que somos, y lo que fuimos? ¿Encontrar por fin las barreras a nuestros sueños para asentarlos en sus juntos términos y no nos desboquen el corazón? ¡Renunciar! ¡Dejarnos ir! ¿Aceptar sin remisión?
No tengo idea de si lo que me asustaría es todo lo que no he hecho y alguna vez quise hacer, o de verdad perder la memoria de todo lo inútil que hice, de toda la perdida de tiempo, de toda la pequeñez de miras en la que me dejé perder. ¿No será que la perdida de memoria es la única posible redención que podría quedarnos? ¿No será que es, en realidad, la redención divina en la tierra que nos viene a trasladar de nuevo al paraíso, a ese paraíso del que salimos por culpa de una manzana cuando seguramente no éramos conscientes de casi nada, por no decir de nada, y sólo nos limitábamos a ser felices?
¿Quejarme de ser mayor…? ¿Y quién se queja? Yo no. Yo aspiro a ser mayor, pero muy mayor, y si es posible a saber por fin, aunque sea por una sola vez, por qué decía lo que decía. En resumidas cuentas, a llegar a saber quién había sido, por qué y para qué había sido; es decir, mi razón de ser, si es que tendría que haber alguna, y no todo fuera producto de la casualidad, del azar y de la evolución-involución de la materia. Aspiro a encontrarme conmigo mismo un segundo antes de olvidarme de todo. ¿Quién podría ser capaz de aguantar una visión parecida por más tiempo? Yo seguro que no.
Es curioso como todo ser humano tiene un sentido musical innato evidente, incluso aquellos que presumen de carecer de oído porque lo suyo de verdad es la lectura, que siempre - dicen - es otra cosa. Yo me dí cuenta de ello desde el primer momento de mi vida consciente. Me percaté de ello como también me percaté de que todo parecía interesarme; era un observador compulsivo entendiera o no entendiera lo que veía. Me fijaba en todo y todo lo registraba y archivaba en los respectivos casilleros de mi mente, donde almacené montañas de escenas, gestos, palabras, risas y llantos, emociones, sensaciones, desconciertos… Allí quedaron todos registrados, guardando, por supuesto, la distancia adecuada con respecto a mi mismo. Todo, fuera lo que fuera y por muy tonto que pudiera parecer, me interesaba, y todo parecía tener su razón de ser, aunque dicho orden aparente respondiera al mas absoluto desorden nacido de un mundo de paradojas, inconsistente y repleto de contradicciones y absurdos. Pero, entonces, a mi todo me parecía mágico y atraía mi atención sin dejarme nunca indiferente. Bueno, tengo que ser sincero. Curioso era, pero también lo seguí siendo y aún más cuando me percaté de que la curiosidad podía ser el antídoto perfecto para poder evitar vivir la realidad, y que permanecer en segundo plano y en permanente observación era más fácil y mucho más cómodo que vivir y participar en los acontecimientos que observaba.
Pero a lo que iba. El sentido musical de los desorejados musicalmente hablando lo descubrí en un duelo funerario de los de antes, de los auténticos a los que no les suele faltar de nada y menos aún el coro de plañideras profesiones más que capaces de taladrarte con sus llantos e hipidos no sólo el tímpano, sino también el recinto amurallado del alma donde sueles ocultar los sentimientos y las emociones genéricas, esas que se reservan para los demás en general, ni demasiado ciertas ni totalmente falsas; lo dicho, tibias sin más. Las otras, las propias e inmediatas, ésas siempre suelen estar a flor de piel y no hay forma humana de protegerlas; quizá tan sólo de disfrazarlas adecuadamente, y no necesitan de ninguna música para manifestarse.
Pues es cierto y así lo observé y lo escribo; aquellas plañideras hicieron emocionar, con sus cantos de delfines juguetones, a todos los asistentes, y algunos eran manifiestamente inútiles para apreciar dos notas seguidas. Aún se me encoje el ánimo cuando lo recuerdo a pesar de haber olvidado a quién se velaba.
Seguramente desde la perspectiva de mis treinta y algunos años haya sido improcedente lamentarme de algunas cuestiones que son meramente circunstanciales para la gran mayoría de los mortales, incluso para mi mismo, pero ¿por qué no hacerlo sin miramientos? ¿No es, acaso, un problema de tiempo nada más?
¿Miedo a hacernos mayores? No, por supuesto que no. ¿Miedo, dice usted? ¡Que va! El tiempo no es nada, ni siquiera cuenta. El tiempo va a su bola y nosotros a la nuestra si es eso lo que queremos, que casi siempre, salvo que seamos lamentablemente fatalistas, queremos. A mi jamás me ha dado miedo el tiempo quizá porque estoy situado aún en tierra de nadie: a caballo del ayer, que lo tengo aún entre las manos, encima de la palma, aunque ya próximo al extremo de los dedos y a punto de caer al vacío más vacío posible, y del mañana, que también está a punto de acampar sobre mi propia mano y asentar sus reales creándome el desasosiego que presumo me va a crear. En fin, que soy una especia de malabarista de la realidad, que la asumo, discuto, trato inútilmente de transformarla, me quejo de ella y, resignadamente, la vivo con la pretensión inconformista de que me permita al menos tener derecho al pataleo.
Creo que ese derecho es el único que nos identifica como seres humanos de verdad. Me encanta despotricar de casi todo y no aceptar casi nada. Me analizo, mi disecciono, busco reacciones que quisiera encontrarme y que no aparecen por ninguna parte, y encuentro consecuencias a hechos que ni siquiera pude adivinar que existían en mi entorno y que con seguridad estuvieron ahí. Me acuso y me condeno sin paliativos. Me redimo pocas, muy pocas veces. Pero desde siempre eso que me permito a mi mismo no se lo he permitido a los demás nunca. Ellos no son quiénes ni para condenarme, que por supuesto no lo harían habitualmente si fueran seres pensante y no teledirigidos, que cada vez hay más, no por malicia, sino por comodidad, porque es mejor dejarse llevar, porque para qué remar contra corriente con lo agotador que parece ser, y sobre todo para qué, si el resultado final suele ser el mismo. Sí, lo dicho; a ellos, los acomodaticios, los estables, los amorfos, a ellos si lo hicieran, si me condenaran, ni se lo tendría en consideración y no me importaría lo más mínimo; pero si me redimieran aún se lo aceptaría menos aún precisamente porque quiero seguir siendo dueño de mi vida, y la única manifestación inteligente de mi propia realidad es la de ser redactor voluntario y único de mi testamento vital, ése que deberá decir lo que debería decir cuando seguramente no podré decir lo que había pensado decir mil doscientas veces antes . Que nadie sea capaz de sustituirme, de quitarme de en medio, de aparcarme junto al andén de salida habiéndome puesto entre las manos el billete determinado a un destino cierto. Que nadie sea capaz de absolverme de nada, salvo que yo lo solicite, que no lo haré, no por coherencia, que eso es sinónimo de inteligencia natural, sino por soberbia, que es igualmente sinónimo pero, en este caso, de falta de inteligencia incluso más natural y más humana pero mas coherente con cualquier descendiente directo de nuestros primeros padres, aquellos que, gracias a Dios, nos hicieron como nos hicieron: infelices, seguro; pero, sobre todo, vitales. Tan vitales como vengo diciendo, con el rasgo más característico de nuestra propia naturaleza, la de reivindicar y hacer uso de nuestro derecho al pataleo.
¿Hacernos mayores? ¡Que maravilla! Y perder… ¿la conciencia de lo que fuimos?; ¿la memoria de lo que hicimos? ; ¿nuestra independencia?; ¿nuestra fuerza?, ¿nuestra esperanza de dejar de ser lo que somos, y lo que fuimos? ¿Encontrar por fin las barreras a nuestros sueños para asentarlos en sus juntos términos y no nos desboquen el corazón? ¡Renunciar! ¡Dejarnos ir! ¿Aceptar sin remisión?
No tengo idea de si lo que me asustaría es todo lo que no he hecho y alguna vez quise hacer, o de verdad perder la memoria de todo lo inútil que hice, de toda la perdida de tiempo, de toda la pequeñez de miras en la que me dejé perder. ¿No será que la perdida de memoria es la única posible redención que podría quedarnos? ¿No será que es, en realidad, la redención divina en la tierra que nos viene a trasladar de nuevo al paraíso, a ese paraíso del que salimos por culpa de una manzana cuando seguramente no éramos conscientes de casi nada, por no decir de nada, y sólo nos limitábamos a ser felices?
¿Quejarme de ser mayor…? ¿Y quién se queja? Yo no. Yo aspiro a ser mayor, pero muy mayor, y si es posible a saber por fin, aunque sea por una sola vez, por qué decía lo que decía. En resumidas cuentas, a llegar a saber quién había sido, por qué y para qué había sido; es decir, mi razón de ser, si es que tendría que haber alguna, y no todo fuera producto de la casualidad, del azar y de la evolución-involución de la materia. Aspiro a encontrarme conmigo mismo un segundo antes de olvidarme de todo. ¿Quién podría ser capaz de aguantar una visión parecida por más tiempo? Yo seguro que no.