domingo, noviembre 18, 2007

¿Y ahora qué? Me encuentro desolado, si, desolado. No estoy confundido, ni tan siquiera decepcionado. Estoy, como ya he dicho, desolado, que es una sensación nacida de un hecho ajeno que uno no puede evitar.
Ya sé que lo mío es juntar y juntar palabras, y repetir mil veces lo mismo, pero hoy decirlo y repetirlo una vez más no me disipa esta sensación de desconsuelo que llevo dentro desde hace días.
- ¡Toc, toc! ¿Hay alguien? ...
Sé cual es la respuesta: - “No hay nadie” -, pero sigo insistiendo. De todas formas no hay más que una respuesta posible y siempre la misma: ¡no hay nadie! - Y si nunca hay nadie, ¿ para qué narices sigues escribiendo? - Pues si. La verdad es que no voy a responder a una pregunta tan idiota. ¿Puede haber alguien en su cabal juicio que ignore en este momento para qué se escribe cuando lo escrito no permanece criando malvas en los bajos de un cajón y aflora a la superficie del mundo de los vivos con el riesgo calculado de que llegue a alguien, por supuesto a otro alguien que no sea uno mismo en mitad de un viaje astral?
¿Para qué escribo? ¿No sería suficiente con hacerlo, y ya está…? No lo sé, nunca he sido tan humilde de corazón. ¿Tal vez para comunicarme conmigo mismo? ¿Tal vez para decir algo inteligente que pueda resultar útil a los demás? ¿Quizás para convencerles de algo que llegue a valer la pena? ¿Para hacerles pensar? ¿Para darles la oportunidad, no de aceptar, pero si de apreciar una visión diferente de las cosas, de la vida, del acierto o desacierto de los propios pensamientos?
Me encantaría creer que eso es así, pero sé, y no tengo más remedio que decirlo precisamente por ello, porque lo sé, que no lo es.
Escribo por que necesito que alguien me perciba, que sepa que estoy, que se percate de que ha oído una señal de socorro, un “mayday” y siempre es obligatorio socorrer al naufrago. Para que alguien tropiece con mi propia realidad y me diga: “sí, tienes razón”, o mejor, para que pueda decirme todo lo contrario sin necesidad de levantar la voz o descalificarme innecesariamente, simplemente con sus propios argumentos. Para que, sin insultarme, por supuesto, pretenda convencerme, lo que ya sería difícil, de que estoy equivocado, y lo sería no por mi proverbial soberbia, sino por mi aceptación a priori de estar anclado en el error.
Escribo para salir de mi mismo. Para transformarme. Para crear una duda que me permita tener una esperanza de encontrar una respuesta.
Escribo no para transmitir ideas, sino para recibir contestaciones que me hagan dúctil, que transformen mi radicalismo en flexibilidad, que derriben las murallas inexpugnables de mi doctrinarismo que, sé, me empequeñece.
Me encanta decir lo que digo aunque no sea verdad del todo. Es un mucho de verdad y un algo de ensoñación con su pizca de propósito de la enmienda, que aún me suena de mis años mozos, cuando creía en algunas cosas más.
Escribía hasta hoy porque al otro lado debía haber alguien que me leía y me devolvía el eco de mis propias sensaciones, que siendo las mismas, ya no lo eran en sus respuestas. Hoy ya no está, y he perdido el eco, y la razón de ser (la insoportable levedad del ser), y la razón de escribir, y la motivación de seguir manchando espacios blancos en el mundo.
Alguien (redentores los hay en todos los tiempos y en todas partes) debió percatarse de que al cambio climático le afecta también negativamente el vertido al espacio exterior de tanta materia gris pensante sin sentido y sin finalidad práctica alguna y puso el remedio de inmediato, su eliminación de raíz, aquello de la solución final sobre la que todos hemos oído alguna vez sin percatarnos de que puede referirse a muchas posibles soluciones finales. Esa es la contribución que los inquisidores de todos los tiempos hacen, sin temblarles el pulso, a la humanidad doliente, la misma humanidad, también de todos los tiempos, que no se entera de casi nada y acepta casi todo porque no tiene más remedio, y por aquello, - verdad absoluta -, de que si lo dicen los demás debe ser por algo.
En fin. Hoy ya no sé por qué escribo. Tal vez lo haga para que al contemplar como mi dedo índice de la mano derecha persigue las letras en permanente fuga me percate de que aún vivo, o tal vez por porque al saber que mi lector de siempre ha sido silenciado por la estupidez al uso, me anime a seguir haciéndolo, aunque sólo sea ya para molestar a nadie. Hay peores razones, imagino. En fin, sea lo que sea, siempre – espero - nos quede a todos Paris.