viernes, julio 04, 2008

¿Pisa Fuerte…? Si, por lo menos… ¡pisa!

De repente hay como un resorte, un clic que actúa en ti a pesar de ti. Te despiertas. Bueno, no sé si te despiertas o simplemente, sin abrir los ojos, empiezas a ser consciente de que has dejado de soñar y que eso que aún no ves es la realidad. Te resistes. Te duele el estomago que lo sientes vacío o quizás lleno; no lo sabes con precisión pero tampoco te importa porque ya forma parte de las sensaciones que te produce tu paisaje cotidiano. Has leído tantas historias al respecto que no sabes a ciencia cierta si esos gatos que maúllan y se revuelven son imaginarios o reales, pero el caso es que los sientes físicamente en tu estomago que no sabes si está vacío o está lleno, sólo sabes que te crea como una especie de desazón que no te invita precisamente a salir del sueño que ya sabes que no lo es. ¿Será pura sugestión? ¡Ni idea! Seguramente sí, porque siempre parece haber en todo una duda razonable que te deja al menos una minima escapatoria.
Sigues sin abrir los ojos a pesar de la sensación en el estomago. Cuando los abras sabes que no habrá escusa alguna posible, que no los podrás volver a cerrar y tendrás que enfrentarte con la realidad de otro día aunque no quieras. Te resistes un poco más y sigues con los ojos cerrados. Mientras seas capaz de tenerlos cerrados creerás estar medianamente asido a una tabla de salvación frente a este naufragio total al que vas a enfrentarte, en el que la esperanza de sobrevivir brilla por su ausencia aunque sabes que sobrevivirás pero siempre de otra forma distinta a la que hubieras querido. Incluso sabes por experiencia que lo importante de verdad no es lo que será, que lo aguantarás porque no hay más remedio, sino la sensación, la impresión y la esperanza o la falta de ella de lo que pudiera ocurrir y no será. La realidad suele ser una y va por su lado, la imaginación, la sensación, la impresión es otra y ésta si que no va por su lado, sino por el tuyo, o tú por el suyo que es aún peor porque no suele tener remedio alguno ya que estás permanente inmerso en ella aunque no tenga nada que ver con tu vida, que seguramente tampoco tiene nada que ver contigo mismo.
Lo piensas una vez, y otra, y tal vez otra mientras te dejas mecer haciéndote el muerto, con los ojos cerrados, los brazos extendidos, las palmas de las manos abiertas y la sensación de que debajo de ti hay un mar dispuesto a tragarte a las primeras de cambio.
¡Podrías seguir con los ojos cerrados! ¡Podrías seguir semiinconsciente! ¡Podrías…! Y se te ocurren mil argumentos y ninguno valido que te justifiquen. Y sientes miedo, un miedo atroz. Y no sabes por qué, ni para qué te tienes que levantar.
Cuando abras los ojos empezará la función, y no te gusta, y aunque te llegara a gustar, porque en el fondo sabes que en ti hay como un componente de masoquismo, mínimo, eso sí, pero aunque mínimo parece que lo hay, que te hace asumir retos innecesarios, y situaciones complejas, y elementos aparentemente vitales que lejos de revitalizarte te angustian y te obligan a reconcentrarte en ti mismo, pero que sientes la necesidad de afrontar, o la obligación de hacerlo, o la inconsciencia de dejarte involucrar.
Y recuerdas las mil veces en las que fuiste consciente de que mientras te peinabas la barba frente al espejo algo de ti se escapó mas allá de tu propio imagen y se fue a buscar algunas respuestas que desconocías. Era como pretender llegar no al reverso de tu propia imagen, sino al origen, a la esencia, a ese punto donde seguro que uno es lo que es y no lo que debe ser. Era como pretender volver al principio de uno mismo sin saber a ciencia cierta donde pudiera encontrarse ese principio y donde uno se perdió de vista sin pretenderlo.
La losa es enorme y te aprisiona, seguro, pero aún no suficientemente porque has podido liberarte de ella, porque al final de ese minuto eterno has abierto por fin los ojos y ya no hay razón alguna para permanecer en la cama. Y desde ese momento tú ya no eres tú y parece como si te hubieras pinchado en vena alguna sustancia que te permitiera seguir, sin ni siquiera haber pretendido empezar, sin el más mínimo esfuerzo.
Y empieza el día y tu miedo se convierte en terror en lo más profundo de ti, pero no tienes más remedio que ocultarlo a los demás porque tú eres tú y no cualquiera. Y cualquiera tiene todo el derecho del mundo a ser lo que es, pero tú no. Y se suceden los acontecimientos, y cumples con tus objetivos, y haces las cosas medianamente bien, y engorda tu ego, y te sobrepones, y devuelves sonrisas de complacencia frente a miradas y sonrisas de admiración. Y pasan las horas. Y de vez en cuando te tropiezas con quien o quienes de verdad te importan, que son sólo unos pocos, y en ocasiones tan sólo uno o una, y éste o ésta te pone indefectiblemente en tu sitio, y te dice cuatro verdades, y te recuerda tus obligaciones y compromisos y responsabilidades; y tú sueñas que fuiste una vez, y que además de haber sido, fuiste incluso joven, que es aún peor, y que entonces querías comerte el mundo para nada, precisamente para nada, que es como uno debiera comerse el mundo con avidez. Y sientes aún más miedo porque ya nada depende de ti, y tú eres muy tú, y no quieres ser nadie más. Puedes renunciar a casi todo. No necesitas de nada. Podrías empezar de cero. Incluso estarías dispuesto a iniciar un nuevo camino sin pretender llegar a ninguna parte. Pero a lo que no estás dispuesto es a renunciar a ti mismo, porque aunque no te gustas en lo absoluto, es lo único que de verdad te pertenece, quieras o no. Tú eres tú, lo demás o los demás serán ellos o incluso podrán ser todo o parte de tus circunstancias, pero tienen ya existencia a pesar de ti, y tú no eres quién para condicionarles o limitarles, ya lo harán ellos mismos si tienen que hacerlo sin necesidad de ayuda alguna por tu parte. Pero esa es otra historia. Bueno, realmente no. Esa otra historia seguro que es la historia de tu propio miedo, y de tus obligaciones, y compromisos y responsabilidades, y de tu losa, ésa que pesa lo indecible cada mañana pero no lo suficiente aún como para darte una excusa adecuada para no levantarte, o que, efectivamente, te impida levantarte aunque llegarás a intentarlo con todas tus fuerzas; esa otra historia es la de la necesidad de no abrir los ojos cuando debieras haberlo hecho.
¡Miedo! ¡Angustia! Frustración no. ¡Inestabilidad! ¡Inseguridad! ¿Si por lo menos te hubieras enfrentado tú sólo? Pero no. Y entonces con mayor angustia aún descubres que tu miedo no es sólo por ti, sino por tu entorno, por tus responsabilidades, por aquellos a los que sin habérselo dicho nunca, quizás por tu tono de voz o por tu manera de juntar palabras y de crear argumentos firmes y sólidos, que sin embargo para ti era simplemente enumeración de dudas y de indeterminaciones, les creaste una imagen que pudiera irse al garete a pesar de ti y de pretender haberlo hecho bien, no por convicción, sino por hábito, ese hábito que a pesar de no haberlo aceptado como propio, estaba en tu bagaje hereditario y familiar, y, lamentablemente, era de los que sí hacen al monje.
Y sientes miedo no por ti. Por los demás. Porque ellos no sabrán afrontar las consecuencias, o crees tú que no sabrán hacerlo. O te gusta pensar que ese miedo no es propio, y es inducido. O te buscas y rebuscas, y te mientes, porque es más fácil mentirse que reconocer que uno es un tarado de verdad y “per se”, y que no necesita de aditamento alguno para sentirse insatisfecho, y un poco angustiado, y en guerra incruenta contra todo el mundo.
Recalco lo de incruenta por que lo reconozco, y ya lo he hecho mil veces, me asusta y me repele, o quizás primero me repele, y después, además, me asusta cualquier manifestación de violencia; y cuando yo grito, porque alguna vez grito, lo hago –seguro – en legitima defensa, como manera de hacerme oír por quien por sistema no me escucha, y porque quiero no sólo decirle, sino decirme, ya que de tanto tener que decirlo incluso yo lo he puesto en duda, que yo soy yo, y lo soy no como defensa de mi propio egoísmo, sino de mi propia realidad, tan positiva como negativa, tan segura de si misma como dubitativa y enclenque, tan realidad positiva como invención para alimentar mi autoestima.

Soy reacio a las batas blancas porque, a pesar de ellos mismos y de no proponérselo, me hacen sentir impotente, imperfecto, limitado, inconsistente. Soy yo el culpable. Me asustan las butacas cómodas que invitan a las confidencias, los confesionarios, y hasta los amigos solícitos que dicen querer escucharte. Me espanta mi propia endeblez. Tengo miedo a levantarme y lo hago un poco porque no tengo más remedio y otro porque me da más miedo quedar enganchado a una pastilla, a un estimulante, a un no sé qué que me condicione para el resto de mi vida aunque la haga por el momento más llevadera, que la mía lo es, mas agradable, que la mía no es del todo desagradable, y más vulgar y cotidiana, que quizás pudiera ser una gran idea, pero esa idea me trae también a la memoria aquella película de hace mil años, La naranja mecánica, con la que aprendí que el remedio es casi siempre peor que la enfermedad.
Tal vez un día alguien me coja de la mano y me lleve, sin percatarme de ello, ante quien me devuelva la facultad de vivir sin miedo. ¡Ojalá! Evidentemente no voy a rechazarlo, sobre todo, como he dicho, si me llevan de la mano y sin darme cuenta o incluso engañado, ya que lo que ocurre a pesar de uno mismo es otra cosa y no se es nunca responsable de ello, y yo ya estoy más que harto de mis propias responsabilidades. Y mientras eso ocurre seguiré dando consejos a los demás, mirando a otra parte, y negando mi propio miedo. Pero, miedo ¿a qué? Menuda estupidez.
Mañana seguro que abriré el ojo tan pronto como me despierte. La pregunta entonces será: ¿me despertaré cuándo abra el ojo o lo habré hecho antes y viviré mientras tanto mí vía crucis particular? Ya veremos. Todo parece ser encontrar el equilibrio perfecto entre el oxigeno, carbono, hidrogeno, calcio, potasio y demás de la panda. ¿Qué le vamos a hacer?