domingo, septiembre 28, 2008

I. -

Yo no soy yo, vaya por delante. Hoy no lo soy. Pero tampoco es definitivo lo que estoy asegurando, porque cada uno de nosotros somos nosotros mismos y un montón más con sus peculiaridades, diferencias y matices. Tenemos almas gemelas, seguro, en las que no estamos muy dispuestos a reconocernos del todo, y ¡ojala sí lo fuéramos y pudiéramos hacerlo!, pero ellas si creen reconocerse de vez en cuando en nosotros, y qué lamentable para ellas. En fin, que somos una calamidad. Que todos nos creemos únicos y somos iguales, y repetidos, y algunos angustiosamente angustiosos pero, lo dicho, iguales a fin de cuentas; y esto último me viene a la cabeza porque acabo de leer una sentencia de un filosofo pakistaní con la que no sé si estoy del todo de acuerdo, y dice: “La mayor felicidad es la de no haber nacido”… No, no lo estoy. Definitivamente no estoy nada de acuerdo. ¿La vida no es la intranquilidad, la infelicidad y el riesgo? ¿La vida no es la posibilidad, el sufrimiento, la reparación, la frustración? ¿La vida no es también la opción libre de sobreponerse, de intentarlo, de poder hacerlo, de recuperarse? Caray, ¿cómo se puede decir que la felicidad es dejar de asumir tanta precariedad, tanta contingencia, tanta probabilidad de error, tantas y tan variadas posibilidades, a cuál menos buena, pero todas ellas interesantes y ricas en matices? Bien pensado la vida es un privilegio para quienes pudiéramos estar abiertos a cualquier situación y no nos dejamos desconcertar, o lo intentamos, por lo imprevisto. En fin, que la vida es un milagro, aunque para mí sea una desazón permanente porque nunca llego a encontrar la nota que, presumo, debiera seguir a la anterior en mi pentagrama, y así me luce el pelo: soy ordenado, reglado, previsible, sin margen para la sorpresa, y si no soy así del todo, al menos lo he intentado siempre. Pero como esto es otra historia voy a seguir con mi razonamiento.
No sé si hoy yo soy yo, aunque haya asegurado lo contrario anteriormente, pero tampoco me importa demasiado. El caso es que no hablando de mí, sin embargo, me siento enfadado, agredido, indefenso, supeditado y violentado. En fin, vencido sin confrontación alguna que pueda motivar esa sensación, y además sin remisión.
Me explico. Yo, que no soy yo o creo no serlo ni como sujeto principal ni como copia convertida en alma gemela, soy un ser cultivado, reflexivo, contundente en mis criterios, pero abierto cuando se trata de los demás, cuando los demás son espíritus dispuestos a salir de si mismos para desarrollarse y crecer; y si además son capaces de volar después, pues mejor que mejor. Yo soy un ser hermético y nada flexible conmigo mismo, pero abierto a los cuatro puntos cardinales con respecto a los demás.
¿Contradicción? ¡Ninguna! Tengamos la amabilidad de escrutarnos. No asumamos ser lo que no somos porque los demás nos definan así. Somos racionales, y como tales: ¿creativos, imaginativos, incluso inteligentemente cambiantes? -(la verdad es que no me atrevo a quitar los signos de interrogación aunque desvirtúen totalmente mi pretensión de afirmarlo, pero, ¿qué le vamos a hacer?) - . Si tú eres tú siempre y de la misma forma, pues eso que seguramente es perfecto para seguir respirando cada minuto del día sin sobresaltos, seguro que también es perfecto para que te puedas percatar que seguramente estás felizmente muerto, y también esto debe tener sus ventajas, seguro. Ya sabes, lo digo por aquello de que no suele haber más paz duradera que la de los cementerios. En lo demás siempre hay una tensión evidente, una guerra más o menos fría que librar, una “entente cordiale”, que nunca llega a ser “entente”, porque es imposición unilateral, y mucho menos que “cordiale”, porque si es imposición hay sometimiento y claudicación, y nunca aceptación.
Pero a lo que iba.
Yo si he vivido. Argamenón a mi la dado es un pardillo que no sabe ni de lo que habla, y lo intuye o lo adivina o se lo inventa, que de todo, imagino, hay un poco. Argamenón me da la sensación de que habitualmente compone la figura y casi nunca se queda el tiempo suficiente para ver que ha pasado. Seguro que está muy seguro de si mismo. O, qué sé yo, a lo peor es que ya ha aceptado su propia derrota y no le queda más que el resquicio de apuntar una tibia y delgada línea de pensamiento apuntalada entre grandes y vacías palabras por si pudiera vislumbrarla alguien y, tras interpretarla debidamente, pudiera sacar conclusiones para si mismo. Incluso, pienso, que le importa un bledo que pudiera haber ese alguien. Yo no, yo he vivido, lo he vivido y he sobrevivido a ello. No puedo asegurar que haya salido indemne de la confrontación, pero por lo menos aquí estoy, si no para contarlo con pelos y señales, que tampoco es esencial, si para afirmar que estoy, que es más que suficiente.
Yo he sobrevivido a mi culpa. Estoy enterrado en vida, eso sí; pero aquí estoy. He sobrevivido al juicio adverso, al calificativo negativo, al dedo acusador. He sobrevivido a la memoria demoledora, esa en la que se anota con pelos y señales los momentos más tristes de nuestra historia, cuando por mil razones o por una sola no hemos sido como somos, o hemos hecho lo que nunca quisimos hacer. La fotografía de la imagen que nunca quisimos ver de nosotros ha quedado grabada a fuego en esa memoria justiciera, y con seguridad, incluso, manifiestamente mejorada para el fin pretendido: realzar nuestra culpa.
Tengo un pasado al que he tenido que sobreponerme. Ni mejor ni peor del de otros muchos. El mío. Y no lo he vencido, aunque reconozco que nunca pretendí hacerlo porque nunca he sabido por qué tenía que haberlo hecho. Sólo he sido capaz de sobreponerme, que ya es más que suficiente. Las cicatrices están dentro. No se ven, pero están ahí y me limitan la movilidad mental, que es la única que me importa, y soy consciente de ello y por ello escribo lo que no quiero escribir, aunque los demás lo encuentren genial. Y asumo mi pasado, porque aún no siendo acomodaticio, tampoco soy beligerante. Se lucha contra la injusticia, contra la adversidad, incluso creo que también podría lucharse, que yo no lo hago, contra quienes caprichosa o interesadamente nos niegan, pretendiendo privarnos del derecho a equivocarnos, que debe ser como el derecho más elemental e irrenunciable que nos asiste en esta vida. No se lucha contra lo que en uno se reproduce genéticamente o que se asume por mimetismo, incluso por reacción, porque toda reacción tiene algo de violento y toda violencia es irracional. No se lucha, porque no se puede luchar contra las propias raíces, las propias taras que surgen de vez en cuando como marcas de nacimiento, las propias reglas del juego que uno acepta, sean o no acertadas. No, no se lucha contra ellas. Se asumen y se sobrepone uno a ellas recortándolas, como con los toros, con mucho valor y con la mejor o peor fortuna que nos depare la suerte en cada momento.
Yo soy yo y mis circunstancias. Mis circunstancias son mías y me configuran para bien y para mal. Pero mis circunstancias forman parte de mi mismo a pesar de mí y a pesar de que sean simplemente temporales, circunstanciales, incluso algunas ajenas. Cuando son utilizadas por los demás para arrinconarme, supeditarme y condicionarme ya son otra cosa. Entonces se convierten en armas arrojadizas utilizadas de mala fe capaces, muy capaces, de destrozarme no por si mismas, que como los fantasmas interiores hay que reconducirlos y domesticarlos, sino porque ya no son lo que fueron y adquieren entidad y carta de naturaleza por si mismas.
Pero dejemos de dar vueltas a las vueltas.
Alguien hablaba recientemente del perdón y de sus reglas, y no voy a entrar en tan sublime discusión porque siempre he estado al otro lado de la cuestión. Siempre he sido la causa de ese posible perdón. Siempre he tenido y tengo la sensación de que mi comportamiento ha dado lugar al nacimiento de grandes sentimientos en los demás: el del perdón, el de la redención, cuanto menos el del mirar a otra parte condescendientemente y con un cierto tufillo benévolo; casi nunca el del disimulo sincero, que debe ser algo así como el auténtico perdón de los religiosamente no ortodoxos. Siempre he percibido en mi insignificancia el estigma de la culpa, y esa culpa es la que genera el sentimiento y necesidad de la reparación y de la compensación.
Creo que no es fácil diseccionar determinadas cuestiones. Que no es fácil situarse debidamente y en el punto exacto que pudiera darnos una visión correcta de ellas, salvo que las simplifiquemos hasta el absurdo convirtiéndolas en inexistentes, como solemos hacer con frecuencia. Pero intentémoslo. Yo siempre he sido yo sin pretensión de haber sido igual que otros, ni tan siquiera mejor o peor. Me limitaba a ser yo, con mis aciertos, mis desaciertos, mis frustraciones, mis errores. Muchas, muchísimas veces me perdí en la vorágine de los acontecimientos, de las modas, del comportamiento colectivo que siempre genera una especie de irracionalidad inteligente que parece no requerir justificación alguna. Sin causar conscientemente mal a alguien pude perderme en mis ansias de encontrarme, comprenderme, descifrarme, justificarme y saber a dónde pretendía ir, a dónde debiera ir, y dónde pudiera estar el lugar que me correspondía a pesar de los demás y de mi falta de orientación.
Pude perderme irremisiblemente, suponiendo que esa perdida hubiera significado algo para los demás, y fui rescatado de mi perdida, orientado, confortado y reconducido por una persona determinada; no perdonado, porque mi comportamiento no había causado daño alguno a mi salvador; eso sí, fui redimido sin remisión, que es lo que sólo parece que cuenta en esta balanza de un platillo único.
Asumí la gratitud eterna que merecía tal esfuerzo y asumí, por supuesto, mi culpa, reconociendo claramente mis errores. Asumí, reconocí, y…, no lo hubiera pretendido, pero además dejé…, no tuve más remedio que intentar dejar de ser yo. Lo terrible es que seguía pensando por mi mismo, que es lo peor, y simplemente me quedé allí, perdido, desconcertado, rabiosamente consciente, angustiosamente limitado, ¿felizmente redimido? Me quedé allí hasta hoy. Me quedé en silencio. Me quedé sin protestar, renunciando a mi mismo sin renunciar del todo. Sabiendo que estaba porque no tenia, o creía no tener, más remedio. Me quedé, y aún estoy. Pero sigo pensando; y no, no es que no me de la gana, que eso es o puede ser caprichoso, es que no soy capaz de dejar de pensar, y lo que es aún peor, si quiero redimirme de mi mismo y del todo, es que no debiera ser capaz de hacerlo nunca.
….
Si, si; aquí lo dejo. ¿Quién en su sano juicio es capaz de leer más de una tirada? Yo, que definitivamente y gracias al cielo no soy yo, no soy capaz de seguir por el momento.
¡CONTINUARÁ!…. O a lo mejor no, ¿quién lo sabe?

PD.- Invito a mi alma gemela a que, si se atreve, que debiera atreverse, siga esta reflexión en su segunda parte. El guante ya esté en el suelo.

jueves, septiembre 04, 2008

Me dejo mecer por un fado de Amália Rodrigues que me trae a la memoria un no sé qué ya antiguo y, por olvidado, casi carente de perfiles, pero que a pesar de todo está ahí, aunque ya no recuerde dónde, ni cuándo, ni cómo me envolvió alguna vez y se me quedó en el baúl de los recuerdos que uno nunca supo que tenía porque sólo le preocupaba el mañana y correr para adelante a ninguna parte. Definitivamente, y es terrible darse cuenta a mi edad, hay cosas que son aunque uno no sepa a ciencia cierta por qué y como nacieron. Debe ser porque son ellas misma a pesar de nosotros, simples elementos vehiculares pero con pretensión de absolutismo y eternidad, y que tan sólo sabemos movernos en límites espaciales y temporales conocidos y amigos, que ya es el colmo de la propia limitación y finitud. Pero a lo que iba. Me dejo mecer inconsistente, porque la sensación es esa precisamente, la de deslizarme ingrávido de una orilla a otra, con una especie de vacío protector en mi entorno y un algo de “saudade”, que si suena bien, aún se percibe mejor, sintiendo, como se siente, entre pecho y espalda, detrás del esternón, y justo encima del estómago. Es una sensación entre triste, por desamparo, y plena, porque no hay nada más pleno y contundente que la sensación de distancia, de vacío, de soledad, de añoranza y hasta de miedo; incluso debe ser una especie de multisensación, como en los multicines, que con una entrada común hay un destino posible por decidir.
Respiro por la nariz y despacio, llenando plenamente mil pulmones y sus aledaños, y retengo dos segundos el aire. ¡Pufff...…! Expiro, siempre por la boca, muy despacio. Y ya debe estar todo resuelto. Ahuyentados convenientemente los fantasmas. Dispuesto para afrontar un nuevo reto. Casi como nuevo. Casi como posible. Así lo dicen los manuales al uso y yo me leo todos los prospectos, como está mandado, incluso el de la aspirina cada vez que tomo una de uvas a peras. Me hubiera gustado ser embarazada. Que cantidad de fármacos me hubiera ahorrado. Pero, lo confieso, nunca he estado embarazado y como la química me da miedo, pues eso, que dejo que la física lo resuelva todo a pesar de su impotencia comprobada de siempre. Pero a lo mío. Como a pesar de todo los fantasmas amigos siguen en mi entorno sin sentirse ahuyentados y se deben encontrar suficientemente protegidos, porque incluso suelen emplazar en su entorno a otros desconocidos y ajenos, me dejo mecer por los finales de palabras arrastrados y nasales hasta convertirse en un no sé qué gangoso que imagino perfecto para una tarde de invierno tras los cristales empañados y con la proximidad de una chimenea debidamente encendida, y, tras este alarde de imaginación con la que está cayendo en este “seguro de sol”, me recojo, como me hubiera recogido de haber podido hacerlo sin recato, en posición fetal para volver al seno materno y aprovechar allí el tiempo perdido en una meditación sin fin.

¿Cómo he podido perder tanto tiempo? me pregunto. ¿Cómo uno, que se considera inteligente, puede ser tan inconsciente, tan dependiente, tan influible, tan irracional? ¿Cómo es posible que el ser humano, que ha pasado por tantas visicitudes, siga siendo tan endeble cuando el resto de animales, menos racionales, han evolucionado lo necesario, no para sobrevivir, que es lo mínimo, sino para ser necesarios y especies, cuanto menos, protegíbles ? Es terrible no saber contestar a una pregunta tan simple. Pero el problema no es no saber contestar. Lo de verdad terrible es saber que no hay contestación valida. ¿Qué somos los qué somos? - y esto, mal que nos pese a algunos descerebrados, no da más de sí más allá de la propia pregunta.
Si, lo reconozco. Me declaro un descerebrado irremisible. La culpa es mía por no haber evolucionado como dios manda, por haberme quedado en lo retórico, en lo absurdo, en lo racional sin solución y hasta sin justificación. Los demás, lo reconozco también, si han debido evolucionar. Los demás son felices, no se preguntan casi nada, nada les resulta chocante o asonante. Todo debe ser un problema de oído y no de entendederas. Si a los demás, que son muchos, no hay nada que les chirríe, será que el que está fuera de juego soy yo. ¿Y si lo estoy?,- sintiéndolo por mi mismo- , pues eso, ¡viva la diferencia!
Me encanta ser inconsistente, imprevisible, intranscendente. Hubiera querido ser trascendente, ya lo dije en otras ocasiones, pero me doy cuenta de lo que soy y con toda la rabia del mundo lo asumo. No me encanta, aunque lo proclame a los cuatro vientos; realmente sé que soy lo que soy, un flan, pero no uno cualquiera, soy, quiero imaginarlo, un autentico “flan chino el mandarín”, que debe ser de la misma época que mi amada y hasta hoy casi ignorada Amália. Me encanta, como el flan autentico, ser inestable, oscilante, sensible, saudade pura, pero genuinamente de huevo. Esperanza, Añoranza. Inestabilidad, Relatividad, Humanidad. Lo dicho, de huevo; y confío que sólo el chino supiera si lo era de gallina de granja, y su secreto se haya ido con él a la tumba.
Hay tal cantidad de puntos suspensivos en mi vida que, si hablaran, serían capaces de decir en su inexpresividad lo que jamás sería capaz de expresar yo a pesar de sentirlos a flor de piel, y por ello ahí lo dejo. Que cada cual rellene a su imagen y semejanza los espacios vacíos de su propia vida con sensaciones llenas o con las que sean. La verdad es que no sé para qué hay que llenar nada. Uno siempre es lo que es, por poco que llegue a ser, sino se deja llevar por los acontecimientos y por los demás, que es el peligro verdadero. Yo que soy un pobre imbécil, reconozco que casi siempre soy más cuando no sé como decirlo que cuando trato de llenar de palabras los espacios de mi propia indefinición, espacios vacíos, por supuesto, pero también calidos por la esperanza de lo que pudieran albergar en algún momento. En fin, que qué más da. Hoy sólo quería homenajear a Amália Rodrigues a la que no conozco y ni siquiera sé si vive, y nada más. Seguir escuchándola en esta tarde radiante de sol que invita poco al fado, pero que abre todas las puertas a la fantasía, a la que me encamino conscientemente a pesar de mi mismo, casi todo racionalidad y sentido practico. ¿ Pero, qué le vamos a hacer?