Si, si; ¡que pasen ya los payasos! lo cante quien lo cante, que ¿qué más da? Que la función no pare. Que sigamos dando vueltas en el tiovivo. Que nos consideremos el no va más, o que asumamos nuestra condición de acomodaticios porque hasta ahí llegamos, porque lo aceptamos sin más, o porque ¿vaya usted a saber el porqué?
Yo hablaba de que la vida pasa a mi lado, y hay quien me contesta protestando de mi estupidez. Seguramente tiene razón quien no lo acepta como tal, pero yo también la tengo, y la tengo no porque hable de la vida, que ¿quién soy yo para hablar de ella?, yo es que hablo, egocéntrico que soy, de mí y de mi vida; alguna vez hago alguna concesión a lo demás y a los demás, pero pocas, muy pocas veces, la verdad. Y puedo asegurar que mi vida viaja conmigo pero en el tren de al lado, y lo sé sin posibilidad de error alguno porque la saludo cortésmente y ella, más sabia que yo, me devuelve el saludo con un cierto deje de vergüenza ajena, porque sabe que es mía y de nadie más, y que por mi propia pequeñez y cortedad de miras nos cruzamos como nos cruzamos.
Sé, incluso, que no debería quejarme, que hay muchos más que podrían hacerlo con mejores razones, pero es que en el fondo soy un yoísta empedernido y subjetivista hasta los tuétanos, y ello me imposibilita para poder renunciar generosamente a mi derecho a quejarme.
He sido participe y en alguna ocasión, incluso, el centro de tal cantidad de acontecimientos, que no podría lamentar nunca el haberme aburrido, - que nunca voy a hacerlo -, pero no estoy hablando de si me he aburrido o no, sino de si he sido totalmente consciente de lo acontecido, y ahí, lo aseguro con conocimiento de causa, ahí he hecho aguas por todas partes. En mi vida cotidiana he cumplido, a pesar de lo que haya pretendido y hasta presumido, sin apasionamiento, más como observador que otra cosa, y en la otra, aún peor. He asistido a mil acontecimientos y, como digo, he sido el elemento central de algunos de ellos, y en todos, me consta y no soy pretencioso en mi juicio, cubriendo incluso con nota el expediente, y hasta dando, sin pretenderlo, lecciones magistrales de comportamiento humano, que de haberlo pretendido ya hubiera sido mala fe con premeditación y alevosía y no me lo hubiera permitido nunca siendo consciente de ello. He pasado por tales acontecimientos de puntillas, como espíritu puro, atravesando paredes y puertas, imposible de detener, y mucho menos aún de materializar más allá de hacerlo, por ser totalmente imprescindible, en los instantes precisos de mi intervención. He cumplido sobradamente con el expediente que se me encargó o me correspondía, y jamás me quedé, para engordar mi propio ego como en el fondo me hubiera gustado, a felicitaciones y parabienes. Seguramente no lo hice por humildad, sino por vergüenza, por ser muy corto en mis planteamientos sociales y sentirme más cómodo haciendo mutis por el foro que quedándome a afrontar y corresponder a tales posibles muestras de reconocimiento. Y me lamento, hoy me lamento de haber conseguido ser tan presuntuosa e innecesariamente integro. Creo, lo que voy repitiendo hasta la saciedad sin lograr explicarme del todo, que la vida no tiene que ser necesariamente zafia, pero si algo más vulgar, menos trascendente, más cotidiana, más de andar por casa, y susceptible de generar sentimientos positivos aptos para ser desarrollados en toda su extensión y no quedar almacenados en el estante de los trofeos inútiles. La vida es el reflejo de nosotros mismos, y muchos de nosotros o tal vez yo sólo, para no generalizar, dejo de ser habitualmente para transformarme en la respuesta exacta a la pregunta precisa, sin margen para el error, sin posibilidad de duda alguna ni de titubeo. De todas formas también tiene su gracia lo que escribo; hasta dos veces en mi vida los medios de comunicación me han fusilado en la plaza pública por el simple placer de hacerlo, ya que no había más razón que la de una información en forma alguna contrastada, y siendo como soy he sobrevivido a ello. ¿Cómo se entiende entonces lo que quiero decir? Pues no se entiende ni tampoco quiero explicarlo por el momento. Simplemente me doy el gustazo, un tanto infantil, de manifestar por el momento que, en general, los medios de comunicación y la justicia de este país son, como una vez le leí a un tal Pacheco, apellido ilustre en novelas de caballería, un autentico “cachondeo”. Pero esa es agua de otro costal y ya me sumergiré en ella, si llegara el caso, algún otro día.
A lo que iba.
¿Estuve convencido de lo que decía en cada momento en el que tuve que abrir la boca?, ¿quería decir exactamente aquello que dije?, ¿creía que valía la pena decirlo y que sería conveniente para los demás y no tan sólo para gloria propia? Ni idea. En todo caso tengo grandes dudas conociéndome yo y creyendo conocer a los demás. Creo que jamás me importó lo qué dije y dónde lo dije más allá de cubrir dignamente mi expediente, engordar mi propio ego, y dejar una suave estela de lo que creía que podría ser, sin afirmar nunca que debiera ser, y mucho menos aún - ¡Dios me libre¡ - que era.
Asistí a los acontecimientos, tanto públicos como privados, como espíritu puro, situándome por endeblez de miras y falta de consistencia, más que por decisión propia, por encima del bien y del mal, es decir, en ninguna parte. Inaccesible. Inalcanzable. Evanescente, diría incluso A la distancia precisa para que el halago fuera efímero, casi inapreciable, ungüento preciso para recuperarme del próximo e inmediato revés, pero no a la necesaria para que la critica o el rechazo justo o injusto no pudieran causarme heridas profundas y duraderas, creando en mi entorno un clima de cierta inestabilidad emocional.
La realidad es que siempre parecía estar de paso. No supe levitar como hacen tantos otros incluso con menos motivos. Pero si supe, y hasta con nota, cómo sentirme hundido hasta lo más profundo. ¿Es eso vivir la vida? ¿Vivir la vida es sentirse zaherido por todo, propio o ajeno, con razón o sin ella, y quedar al pairo de la sensación lacerante de impotencia? Si lo es, entonces sí tienen razón quienes me niegan la afirmación de que la vida pasaba a mi lado. Pero no lo acepto. La vida debe ser otra cosa, ya lo he dicho. La vida tendría que ser otra cosa, y es por ello y a pesar de mi mismo por lo que conservo intacta la escasa dosis de esperanza con la que la sabia naturaleza y mi espíritu aniñado y romántico me dotaron, y cuando la pierdo, que la pierdo muy de vez en cuando, entonces siempre regreso a los versos de Miguel Hernández, que no me la restituyen, pero si, al menos, me hacen callar por aquello de que parecen siempre decirme: ¡mariquita el último! Bueno, no sé si me explico. Pero si no lo hago ¡qué le vamos a hacer?
De todas formas no es de la vida de lo que quería hablar. Quería hablar, incentivado por mi admirada Tequila, de la memoria, de la facultad, suerte o desgracia, de recordarlo todo, no sólo de haber sido consciente de uno mismo cuando uno mismo, y no me gustaría meterme en camisas de once varas, era o no era aún, según cada cual y su conciencia o su propia visión de la historia, uno mismo. Quería hablar de mí, por supuesto, pero también, en este caso, de los demás, de quienes me rodean y son quienes se constituyen en fítas o mojones de mi propia realidad.
Vaya por delante que me considero un desmemoriado crónico. Que me he limitado, con gran aprovechamiento y sin frustración alguna, a vivir mi vida, esa que no es mía, pero asumí como propia y desarrollé y sigo en mi empeño; quejándome, por supuesto, pero sin angustiarme más allá de lo estrictamente necesario. He vivido acontecimientos que me han ido formando y deformando, y han quedado casi laminados a tiras uniformes tras salir de la destructora de papel. Tiras de menos de un centímetro capaces de revelar que algo existió, pero sin posibilidad cierta, salvo trabajos inasumíbles, de reconstruir tal realidad.
He vivido no olvidando, que nada he querido olvidar. Simplemente he vivido sin que mis recuerdos sean algo importante de mi vida. Incluso creo que he destruido inconscientemente pruebas irrecuperables de mi propia realidad que hubieran sido determinantes para reconstruirme si hubiera sido necesario, que tampoco adivino la razón por la que debiera serlo. En fin, que he vivido estando casi siempre ausente de mí, pero nunca inconscientemente a pesar de lo que pudiera parecer. He dejado huella en los demás, he sufrido mil acontecimientos, muchos los he tenido que superar enfrentándome a ellos y con la dificultad que suele entrañar sobreponerse a situaciones no sólo adversas, sino totalmente inesperadas, y aún, lo que es peor, injustas. Y todo ello ha sido el bagaje de una vida “inventada” que presumo, y así la siento, intensa y con calado; no la que debiera haber sido la mía, pero si la que he vivido y estoy viviendo. Pero la realidad es que no recuerdo casi nada, y tampoco me someto a violencia alguna para vencer mi involuntario olvido. De no recordar, creo que no recuerdo ni las afrentas, ni los insultos, ni las palabras gruesas, ni siquiera las escenas de violencia a las que alguna vez he asistido siendo el destinatario principal y no teniendo más razón de ser que la de, según alguna opinión autorizada al respecto, ponerme en mi sitio, ese del que difícilmente uno, si se cree lo que escucha, podría recuperarse y volver al mundo de los seres normales. De todo ello me quedan sensaciones vagas. Imágenes borrosas de acontecimientos. Alguna impresión. Alguna difuminada emoción. Quizá lo más nítido que llegue a percibir y aún mantenga entre tanto olvido sea los acontecimientos que hirieron más profundamente mi sensiblera soberbia y me exijan, por ello, reclamar la debida reparación, que, sin lugar a dudas, será la mayor sinrazón de todas. Pero nada más.
Jamás me vuelvo atrás. Tampoco suelo pretender mirar muy adelante. Y ojala mi filosofía, como me insinúa mi buen amigo Calimatias, del que siempre echo en falta sus escritos que me orientan, se fundamentara en el carpe diem. Qué más quisiera yo. Ni siquiera ya es eso, si es que alguna vez lo fue, que lo dudo. Estoy y soy consciente de que estoy. No me quito de en medio. Asumo mis responsabilidades. Espero. Sigo esperando. No creo demasiado en la esperanza aunque abuse de ella literariamente hablando. Y cada vez más silencioso y presente sin apasionamiento, sigo. Sigo sin desfallecer ni un solo segundo. Quizás con un cabreo fenomenal, o incluso ya sin enfado alguno. Pero aquí estoy.
-- A veces creo pensar que todo es la triste consecuencia del miedo, la reacción del ser humano frente a lo que no estaba preparado y afronta sin estarlo, sin buscar ayuda en nadie, ni tampoco encontrarla en alguien. Es un estar deseando no estar, pero afrontando la obligación inexcusable de tener que hacerlo.
A veces creo, y así como me viene a la cabeza lo escribo. Pero no se puede tratar de creer y menos aún de creer pensar que, en todo caso, sería el colmo de lo rebuscado. Seguro que debe haber algo más que se me escapa. --
Siendo como soy todo olvido, vivo, sin embargo, en la casa del recuerdo. En esa en la que día tras día se reponen las viejas películas que nos devuelven al pasado , y nos repiten, como si fuera hoy, momentos ya imposibles que nadie hubiera pretendido reponer. Es una casa con sabor a recuerdo, a nostalgia, a despedidas pendientes; en la que se revive y trae a la memoria, aparentemente sin ninguna razón, escenas, momentos, palabras, y sobre todo errores y omisiones inadmisibles. Se reproducen acontecimientos para sacar consecuencias que pasaron desapercibidas en su momento, para destilar gota a gota la sensación de culpa propia o ajena, la ya conocida de entonces, cuando lo revivido era presente, y hasta la que con una nueva perspectiva en el tiempo es capaz de nacer ahora, cuando ya no se sabe para qué volverlas a recordar, ni tiene razón de ser alguna, salvo conseguir angustiar al que las revive y a los de su entorno. No se pretende con ello rectificar nada porque nada es rectificable, tan sólo dejar en evidencia una realidad que ya no debiera interesar a nadie por trasnochada. No es recordar por recordar, es, incluso, revivir el recuerdo haciéndolo presente, es palpar el recuerdo, es alimentarse cucharada a cucharada del recuerdo sabiendo que será inmodificable pero que es lo único que dota de consistencia a la inconsistencia del hoy. Es como si el presente no existiera. Es como si el futuro no contara y nada pudiera esperarse de él salvo el intentar atravesarlo con cierta dignidad y sin demasiado ruido para no perturbar a nadie.
Resulta curioso; yo digo y repito que siempre me ha parecido estar ausente, que he pasado por los sitios porque, según parece, tenia que pasar, que miraba de reojo a mi propia vida, y que soy olvidadizo por convicción más que por decisión, y sin embargo esta forma de ser, con lo lamentable que pudiera resultar, nunca me ha ausentado totalmente del hoy, ni me ha cloroformizado para conseguir que calle o renuncie o me conforme con lo que parece irremediable, que es que el tiempo nos deja lejos de casi todo. Jamás he rehuido los juicios adversos ni los propios, sobreponiéndome a ellos como en cada momento he podido, pero ni por imposición ajena o propia he dejado de creer que siempre puede haber solución. Que no la veo; que desconozco cuál pueda ser, seguro. Pero que no me rindo. Que aún sigo aquí y no estoy dispuesto a quedarme tirado en cualquier esquina esperando que me recoja el camión de la basura. Que no. Por supuesto que no. Hoy el bueno de Miguel Hernández me ha vuelto a susurrar: “mariquita el último”, y por eso…
Toc, toc… ¿Hay alguien? Bueno, pues si no hay nadie, yo también me voy, que ya va siendo hora.
Yo hablaba de que la vida pasa a mi lado, y hay quien me contesta protestando de mi estupidez. Seguramente tiene razón quien no lo acepta como tal, pero yo también la tengo, y la tengo no porque hable de la vida, que ¿quién soy yo para hablar de ella?, yo es que hablo, egocéntrico que soy, de mí y de mi vida; alguna vez hago alguna concesión a lo demás y a los demás, pero pocas, muy pocas veces, la verdad. Y puedo asegurar que mi vida viaja conmigo pero en el tren de al lado, y lo sé sin posibilidad de error alguno porque la saludo cortésmente y ella, más sabia que yo, me devuelve el saludo con un cierto deje de vergüenza ajena, porque sabe que es mía y de nadie más, y que por mi propia pequeñez y cortedad de miras nos cruzamos como nos cruzamos.
Sé, incluso, que no debería quejarme, que hay muchos más que podrían hacerlo con mejores razones, pero es que en el fondo soy un yoísta empedernido y subjetivista hasta los tuétanos, y ello me imposibilita para poder renunciar generosamente a mi derecho a quejarme.
He sido participe y en alguna ocasión, incluso, el centro de tal cantidad de acontecimientos, que no podría lamentar nunca el haberme aburrido, - que nunca voy a hacerlo -, pero no estoy hablando de si me he aburrido o no, sino de si he sido totalmente consciente de lo acontecido, y ahí, lo aseguro con conocimiento de causa, ahí he hecho aguas por todas partes. En mi vida cotidiana he cumplido, a pesar de lo que haya pretendido y hasta presumido, sin apasionamiento, más como observador que otra cosa, y en la otra, aún peor. He asistido a mil acontecimientos y, como digo, he sido el elemento central de algunos de ellos, y en todos, me consta y no soy pretencioso en mi juicio, cubriendo incluso con nota el expediente, y hasta dando, sin pretenderlo, lecciones magistrales de comportamiento humano, que de haberlo pretendido ya hubiera sido mala fe con premeditación y alevosía y no me lo hubiera permitido nunca siendo consciente de ello. He pasado por tales acontecimientos de puntillas, como espíritu puro, atravesando paredes y puertas, imposible de detener, y mucho menos aún de materializar más allá de hacerlo, por ser totalmente imprescindible, en los instantes precisos de mi intervención. He cumplido sobradamente con el expediente que se me encargó o me correspondía, y jamás me quedé, para engordar mi propio ego como en el fondo me hubiera gustado, a felicitaciones y parabienes. Seguramente no lo hice por humildad, sino por vergüenza, por ser muy corto en mis planteamientos sociales y sentirme más cómodo haciendo mutis por el foro que quedándome a afrontar y corresponder a tales posibles muestras de reconocimiento. Y me lamento, hoy me lamento de haber conseguido ser tan presuntuosa e innecesariamente integro. Creo, lo que voy repitiendo hasta la saciedad sin lograr explicarme del todo, que la vida no tiene que ser necesariamente zafia, pero si algo más vulgar, menos trascendente, más cotidiana, más de andar por casa, y susceptible de generar sentimientos positivos aptos para ser desarrollados en toda su extensión y no quedar almacenados en el estante de los trofeos inútiles. La vida es el reflejo de nosotros mismos, y muchos de nosotros o tal vez yo sólo, para no generalizar, dejo de ser habitualmente para transformarme en la respuesta exacta a la pregunta precisa, sin margen para el error, sin posibilidad de duda alguna ni de titubeo. De todas formas también tiene su gracia lo que escribo; hasta dos veces en mi vida los medios de comunicación me han fusilado en la plaza pública por el simple placer de hacerlo, ya que no había más razón que la de una información en forma alguna contrastada, y siendo como soy he sobrevivido a ello. ¿Cómo se entiende entonces lo que quiero decir? Pues no se entiende ni tampoco quiero explicarlo por el momento. Simplemente me doy el gustazo, un tanto infantil, de manifestar por el momento que, en general, los medios de comunicación y la justicia de este país son, como una vez le leí a un tal Pacheco, apellido ilustre en novelas de caballería, un autentico “cachondeo”. Pero esa es agua de otro costal y ya me sumergiré en ella, si llegara el caso, algún otro día.
A lo que iba.
¿Estuve convencido de lo que decía en cada momento en el que tuve que abrir la boca?, ¿quería decir exactamente aquello que dije?, ¿creía que valía la pena decirlo y que sería conveniente para los demás y no tan sólo para gloria propia? Ni idea. En todo caso tengo grandes dudas conociéndome yo y creyendo conocer a los demás. Creo que jamás me importó lo qué dije y dónde lo dije más allá de cubrir dignamente mi expediente, engordar mi propio ego, y dejar una suave estela de lo que creía que podría ser, sin afirmar nunca que debiera ser, y mucho menos aún - ¡Dios me libre¡ - que era.
Asistí a los acontecimientos, tanto públicos como privados, como espíritu puro, situándome por endeblez de miras y falta de consistencia, más que por decisión propia, por encima del bien y del mal, es decir, en ninguna parte. Inaccesible. Inalcanzable. Evanescente, diría incluso A la distancia precisa para que el halago fuera efímero, casi inapreciable, ungüento preciso para recuperarme del próximo e inmediato revés, pero no a la necesaria para que la critica o el rechazo justo o injusto no pudieran causarme heridas profundas y duraderas, creando en mi entorno un clima de cierta inestabilidad emocional.
La realidad es que siempre parecía estar de paso. No supe levitar como hacen tantos otros incluso con menos motivos. Pero si supe, y hasta con nota, cómo sentirme hundido hasta lo más profundo. ¿Es eso vivir la vida? ¿Vivir la vida es sentirse zaherido por todo, propio o ajeno, con razón o sin ella, y quedar al pairo de la sensación lacerante de impotencia? Si lo es, entonces sí tienen razón quienes me niegan la afirmación de que la vida pasaba a mi lado. Pero no lo acepto. La vida debe ser otra cosa, ya lo he dicho. La vida tendría que ser otra cosa, y es por ello y a pesar de mi mismo por lo que conservo intacta la escasa dosis de esperanza con la que la sabia naturaleza y mi espíritu aniñado y romántico me dotaron, y cuando la pierdo, que la pierdo muy de vez en cuando, entonces siempre regreso a los versos de Miguel Hernández, que no me la restituyen, pero si, al menos, me hacen callar por aquello de que parecen siempre decirme: ¡mariquita el último! Bueno, no sé si me explico. Pero si no lo hago ¡qué le vamos a hacer?
De todas formas no es de la vida de lo que quería hablar. Quería hablar, incentivado por mi admirada Tequila, de la memoria, de la facultad, suerte o desgracia, de recordarlo todo, no sólo de haber sido consciente de uno mismo cuando uno mismo, y no me gustaría meterme en camisas de once varas, era o no era aún, según cada cual y su conciencia o su propia visión de la historia, uno mismo. Quería hablar de mí, por supuesto, pero también, en este caso, de los demás, de quienes me rodean y son quienes se constituyen en fítas o mojones de mi propia realidad.
Vaya por delante que me considero un desmemoriado crónico. Que me he limitado, con gran aprovechamiento y sin frustración alguna, a vivir mi vida, esa que no es mía, pero asumí como propia y desarrollé y sigo en mi empeño; quejándome, por supuesto, pero sin angustiarme más allá de lo estrictamente necesario. He vivido acontecimientos que me han ido formando y deformando, y han quedado casi laminados a tiras uniformes tras salir de la destructora de papel. Tiras de menos de un centímetro capaces de revelar que algo existió, pero sin posibilidad cierta, salvo trabajos inasumíbles, de reconstruir tal realidad.
He vivido no olvidando, que nada he querido olvidar. Simplemente he vivido sin que mis recuerdos sean algo importante de mi vida. Incluso creo que he destruido inconscientemente pruebas irrecuperables de mi propia realidad que hubieran sido determinantes para reconstruirme si hubiera sido necesario, que tampoco adivino la razón por la que debiera serlo. En fin, que he vivido estando casi siempre ausente de mí, pero nunca inconscientemente a pesar de lo que pudiera parecer. He dejado huella en los demás, he sufrido mil acontecimientos, muchos los he tenido que superar enfrentándome a ellos y con la dificultad que suele entrañar sobreponerse a situaciones no sólo adversas, sino totalmente inesperadas, y aún, lo que es peor, injustas. Y todo ello ha sido el bagaje de una vida “inventada” que presumo, y así la siento, intensa y con calado; no la que debiera haber sido la mía, pero si la que he vivido y estoy viviendo. Pero la realidad es que no recuerdo casi nada, y tampoco me someto a violencia alguna para vencer mi involuntario olvido. De no recordar, creo que no recuerdo ni las afrentas, ni los insultos, ni las palabras gruesas, ni siquiera las escenas de violencia a las que alguna vez he asistido siendo el destinatario principal y no teniendo más razón de ser que la de, según alguna opinión autorizada al respecto, ponerme en mi sitio, ese del que difícilmente uno, si se cree lo que escucha, podría recuperarse y volver al mundo de los seres normales. De todo ello me quedan sensaciones vagas. Imágenes borrosas de acontecimientos. Alguna impresión. Alguna difuminada emoción. Quizá lo más nítido que llegue a percibir y aún mantenga entre tanto olvido sea los acontecimientos que hirieron más profundamente mi sensiblera soberbia y me exijan, por ello, reclamar la debida reparación, que, sin lugar a dudas, será la mayor sinrazón de todas. Pero nada más.
Jamás me vuelvo atrás. Tampoco suelo pretender mirar muy adelante. Y ojala mi filosofía, como me insinúa mi buen amigo Calimatias, del que siempre echo en falta sus escritos que me orientan, se fundamentara en el carpe diem. Qué más quisiera yo. Ni siquiera ya es eso, si es que alguna vez lo fue, que lo dudo. Estoy y soy consciente de que estoy. No me quito de en medio. Asumo mis responsabilidades. Espero. Sigo esperando. No creo demasiado en la esperanza aunque abuse de ella literariamente hablando. Y cada vez más silencioso y presente sin apasionamiento, sigo. Sigo sin desfallecer ni un solo segundo. Quizás con un cabreo fenomenal, o incluso ya sin enfado alguno. Pero aquí estoy.
-- A veces creo pensar que todo es la triste consecuencia del miedo, la reacción del ser humano frente a lo que no estaba preparado y afronta sin estarlo, sin buscar ayuda en nadie, ni tampoco encontrarla en alguien. Es un estar deseando no estar, pero afrontando la obligación inexcusable de tener que hacerlo.
A veces creo, y así como me viene a la cabeza lo escribo. Pero no se puede tratar de creer y menos aún de creer pensar que, en todo caso, sería el colmo de lo rebuscado. Seguro que debe haber algo más que se me escapa. --
Siendo como soy todo olvido, vivo, sin embargo, en la casa del recuerdo. En esa en la que día tras día se reponen las viejas películas que nos devuelven al pasado , y nos repiten, como si fuera hoy, momentos ya imposibles que nadie hubiera pretendido reponer. Es una casa con sabor a recuerdo, a nostalgia, a despedidas pendientes; en la que se revive y trae a la memoria, aparentemente sin ninguna razón, escenas, momentos, palabras, y sobre todo errores y omisiones inadmisibles. Se reproducen acontecimientos para sacar consecuencias que pasaron desapercibidas en su momento, para destilar gota a gota la sensación de culpa propia o ajena, la ya conocida de entonces, cuando lo revivido era presente, y hasta la que con una nueva perspectiva en el tiempo es capaz de nacer ahora, cuando ya no se sabe para qué volverlas a recordar, ni tiene razón de ser alguna, salvo conseguir angustiar al que las revive y a los de su entorno. No se pretende con ello rectificar nada porque nada es rectificable, tan sólo dejar en evidencia una realidad que ya no debiera interesar a nadie por trasnochada. No es recordar por recordar, es, incluso, revivir el recuerdo haciéndolo presente, es palpar el recuerdo, es alimentarse cucharada a cucharada del recuerdo sabiendo que será inmodificable pero que es lo único que dota de consistencia a la inconsistencia del hoy. Es como si el presente no existiera. Es como si el futuro no contara y nada pudiera esperarse de él salvo el intentar atravesarlo con cierta dignidad y sin demasiado ruido para no perturbar a nadie.
Resulta curioso; yo digo y repito que siempre me ha parecido estar ausente, que he pasado por los sitios porque, según parece, tenia que pasar, que miraba de reojo a mi propia vida, y que soy olvidadizo por convicción más que por decisión, y sin embargo esta forma de ser, con lo lamentable que pudiera resultar, nunca me ha ausentado totalmente del hoy, ni me ha cloroformizado para conseguir que calle o renuncie o me conforme con lo que parece irremediable, que es que el tiempo nos deja lejos de casi todo. Jamás he rehuido los juicios adversos ni los propios, sobreponiéndome a ellos como en cada momento he podido, pero ni por imposición ajena o propia he dejado de creer que siempre puede haber solución. Que no la veo; que desconozco cuál pueda ser, seguro. Pero que no me rindo. Que aún sigo aquí y no estoy dispuesto a quedarme tirado en cualquier esquina esperando que me recoja el camión de la basura. Que no. Por supuesto que no. Hoy el bueno de Miguel Hernández me ha vuelto a susurrar: “mariquita el último”, y por eso…
Toc, toc… ¿Hay alguien? Bueno, pues si no hay nadie, yo también me voy, que ya va siendo hora.