sábado, febrero 23, 2008

Me acabo de sentar frente a esta maquina infernal que me mira con sus ojos acerados e inexpresivos y sin que se le mueva ni un solo pelo de las cejas por ninguna razón. Está ahí esperado que yo me manifieste, cuando la verdad es que soy incapaz de hacerlo. ¿Manifestarme? ¿Y qué narices es eso? Yo estoy aquí esperando que algo me llegue muy dentro; esperando que algo, sea lo que sea, me mueva a mi mismo incapaz de asumir el movimiento por el movimiento y como reacción a mi propio inmovilismo exterior: esperando a sentirme involucrado en algo para levantarme y reaccionar. Hace ya mucho tiempo que se me olvidó lo que es la sorpresa, lo inesperado, lo posible aunque no probable. Hace ya mucho tiempo que aprendí que casi todo lo importante se había convertido en socialmente adecuado, políticamente correcto, individualmente reprobable si lo es, pero, al menos, siempre corregible.
Soy, lo reconozco, de lo más ortodoxo que pueda parir madre, y os puedo asegurar que mi madre echó el resto para parirme como Dios manda; pero yo soy lo que soy, a pesar de mi cuna y a pesar de mi mismo, y he pretendido siempre corresponder con esa letanía de conceptos preconcebidos y adecuados para no ser asonante con lo demás ni con los demás. Pero a pesar de ser lo que debiera ser, hay algo que me corroe por dentro y me obliga a decir lo que no tendría que decir porque, sobre todo, no va a ninguna parte y no sirve para nada; aunque quizás lo diga por eso mismo, porque es mi forma infantil e inútil de intentar creerme útil, es decir, miembro activo y latente incluso de la sempiterna revolución del proletariado del siglo veintiuno, donde el proletariado de siempre ya no es el de siempre y queda limitado al proscrito y desheredado emigrante procedente del tercer mundo, mas preocupado por su certificado de residencia y su cartilla de la seguridad social que por otros conceptos más ampulosos y grandilocuentes que pudieran justificar mucha literatura por eso mismo en desuso. En el fondo quizás, ese certificado y cartilla sean las razones únicas y adecuadas para la nueva revolución frente a un proletariado aburguesado que suele mirar por encima del hombro al otro, al de hoy y de aquí, más primitivo y menos afortunado. No lo sé y no sigo para que nadie me tache de demagogo, que seguro que lo soy también. Pero es que casi nada es lo que parece presumir de lo que es. Estamos siempre en lo mismo, la anécdota que se convierte en verdad absoluta e incuestionable a pesar de nunca dejar de ser lo que era, simple anécdota. ¡Qué le vamos a hacer!
Pero volvamos al principio.
Me siento, ya lo había dicho. Me preparo un café, nescafé con agua para estar en comunión perfecta con todo lo sucedáneo al uso. Una copa de orujo gallego, y aquí, bromas a parte, no admito sucedáneos, ¡gallego-gallego! como no podría ser de otra forma. Echo en el quemador unas gotas de té verde, que es aromático y dicen que es diurético. Y me enchufo a mi compañero del alma, don Leonard Cohen, que me susurra al oído, con su carraspeo vibrante, mil pequeñas historias cotidianas que, como no sé inglés, me las invento y me gusta siempre lo que dicen y como suenan. Ya por fin tengo la escena completa. Todo esta consumado. Ya sólo depende de mí, y eso es lo malo, que sólo depende de mí.
Ni fumo, ni me drogo de ninguna de las maneras posibles, ya que mi orujo tan solo se limita a despejarme de las telarañas que mi espíritu acumuló, por desuso, en su desván a lo largo de la semana, pero nada más. Lamentablemente nunca me desvirtúa suficientemente, ni me disfraza, ni me condiciona más de lo que suelo estar; sólo me deja solo y abandonado frente al silencio inexpresivo de mi ordenador, haciéndome consciente de que soy dueño pleno de mis desatinos, de mis exabruptos, y de mis errores, y eso ya es el colmo. ¡Dejadme la esperanza! – pienso, sin decirlo en voz alta - como pensaba pero además se atrevía a decir sin recato el poeta. Pero si lo pienso bien, me temo, ni siquiera me queda la esperanza.
Habitualmente necesito decir tal cantidad de cosas que nunca sé a ciencia cierta qué decir. Es como tirarse a una piscina sin agua; un error que en ocasiones nace de una necesidad. Sólo sé que los dos dedos con los que escribo me piden guerra y me exigen cumplir con el ritual descrito, liturgia habitual, y después todo depende de ellos, yo sólo me limitaré a comprobar que la “a” sea la “a” y la “h” no la aspiren de tal manera que desaparezca donde no debiera ser aspirada definitivamente.
Si, sé que estoy diciendo lo que estoy diciendo, lo confieso. Mi ser inteligente esta casi siempre al servicio de mi ser sensitivo, que es el que percibe, acusa, y reacciona. Yo, que a penas me muevo, soy interiormente el movimiento perpetuo, pero nunca he sabido como demostrárselo a los demás, que en el fondo debe ser lo que importa. Mi ser pensante e inteligente casi nunca piensa y casi nunca se manifiesta inteligente porque la inteligencia esta al servicio de lo práctico, de lo útil, de lo adecuado, de lo rentable, de lo… ¿ qué más da? … ¡de nada! En cambio mi ser sensitivo, que se manifiesta por medio de mis dedos índice de la mano izquierda y corazón (¡que suerte!) de la derecha, estos casi siempre están dispuestos a cualquier reacción lógica en favor de si mismos y del resto de mi persona. No deja de ser curioso como asisto impertérrito a esta guerra incruenta entre mi ser, mi querer ser, mi pretender ser, y mi rechazo natural al propio ser. Es curioso como uno llega a apreciar que, salvo razones y reacciones químicas, que no espirituales, ajenas a uno mismo, se convierte en sobreviviente nato, y lo acepta casi todo, por no decir todo.
Menudo preámbulo para decir algo tan tonto como lo que hoy quería decir. Pero me he quedado casi sin tiempo y sobre todo sin espacio, y me doy cuenta de ello. Quería decir que mi vida se ha relativizado enormemente. Bueno, no; mi vida es lo que es, y ni es peor ni es mejor de lo que estaría dispuesto a que fuera. Lo que quería decir es que la he relativizado yo, que la estoy desnaturalizando, que la estoy adecuando a mi espacio y a mi tiempo, que no son ni mi espacio ni mi tiempo porque nunca los definí, limite, ni elegí, pero qué le vamos a hacer. Que le estoy prohibiendo soñar, inmaterializarse y poder escapar de vez en cuando de entre sus cuatro paredes. Que estoy aceptando las reglas del juego sabiendo como sé, porque es de las pocas cosas que sé, que ese juego y sus reglas siempre son ajenos, y uno lo juega y se somete a ellas por respeto al anfitrión que vigila y al que uno se siete supeditado aunque sin convicción alguna.
Estoy aquí, y aquí sigo, pase lo que pase, lo sé. Pero, ¿es suficiente estar aquí y cerrar los ojos, y dejar de respirar, y tragárselo todo, cuando uno empieza a dudar de muchas cosas? Seguro que no. Molestar a los demás nunca. Asumir responsabilidades siempre. Matar los sentimientos propios, jamás. ¿Y entonces…? ¡Ni idea! Quizás, por lo menos, reservarse el derecho al pataleo digan lo que digan los demás. ¿Qué menos?
Lo prometo, otro día hablaré de lo que hoy quería hablar, pero es que no recuerdo por el momento qué era…. ¡Y ya son demasiadas veces las que me ocurre! Lo siento. ¿Será que no tengo nada qué decir?

domingo, febrero 03, 2008

¿Y qué nos queda cuando terminamos de retirar el papel de celofán con el que se suele envolver casi todo? Está claro, o debiera estarlo, que la realidad es una cosa y que la ficción, el sueño, lo que a uno le gustaría que hubiera sido, otra muy distinta. Está claro que no nos chupamos el dedo, ¿pero qué estaríamos dispuestos a hacer si con ello pudiéramos cambiar un poco tan sólo lo habitual y cotidiano, lo real y vivido, y sobre todo lo por vivir? Está claro que hay mil productos y remedios alucinógenos, pócimas maravillosas, parcheaos de nuestra propia realidad, y lo sabemos. En ocasiones luchamos contra ellos por excesivamente falsos, y en otras los aceptamos y adaptamos a nuestra propia realidad como remedio incuestionable, como ungüentos milagrosos, como verdades absolutas. Casi todo está claro, pero lo peor de todo es que salvo que uno sea memo por convicción, también está claro para el común de los mortales, que lo único cierto para él es él mismo y su entorno, sin papeles de celofán, sin lluvias artificiales de colores, ni músicas de fondo, ni focos de láser en dirección al infinito.
¡Yo soy yo! Si, patéticamente despelotado, está claro, soñoliento, dubitativo, temeroso, vacilante, esperanzado, y hasta enamorado. Yo soy yo por la mañana y por la tarde. Incluso soy yo, a pesar de mi, por la noche, en las horas brujas que nos envuelven de cuando en cuando y nos encandilan haciéndonos soñar con mil historias irreales o dejándonos ese tufillo a jazmín y sándalo que nos permita creer, por inhalación y semiinconsciencia, que fuimos lo que no nunca hemos sido alguna vez: ensoñaciones; vapores e imágenes borrosas y difuminadas de un algo no sé si perfecto, pero sí aceptable y casi-casi asumíble. ¡Tiene narices la cosa! ¿Por qué todo lo prometedor carecer de contornos precisos? ¿Por qué nos dejamos seducir por lo inaccesible y por lo ajeno? ¿Por qué siempre esperamos ser doblegados por cantos de sirenas que nos conduzcan a una victoria pírrica, pero épica que deber ser el polo opuesto del de los mortales, juguetes de los dioses? Si, ya lo sé, es lamentable e infantil, pero así debemos ser los hombres o por lo menos yo, que soy lo que soy y no lo que hubiera querido ser, y mucho menos por lo que he luchado (¡que patético!) muchos años por ser. Lo peor de todo es que ya empieza a importarme un pepino y acepto casi todo.
Lo peor del ser humano, de casi todo ser humano, bueno, - pido disculpas por la grandilocuencia de mi afirmación -, en realidad quería decir que lo peor de mi mismo es que aún no estando dispuesto a ello acepto casi todo, trago casi todo, y transijo con casi todo. Si, ya lo sé. ¡Que asco!
A pesar de todo me doy un respiro porque yo soy así. ¿Por qué no me voy a conceder una licencia a pesar de lo poco que me quiero? Si a los demás que, seguro, les quiero un poco menos, se la suelo conceder, ¿por qué negármela a mi mismo?
Si, - lo dicho - ya lo sé; está claro. Yo no estoy dispuesto ni a concederme el más mínimo beneficio a la duda, porque yo, e imagino que a casi todos nosotros nos ocurrirá lo mismo con respecto a nosotros mismos, no podemos permitirnos ni un margen de error porque somos el no va más. Se nos caerían los palos del sombrajo en caso de hacerlo, y el mundo seguro que dejaría de ser mundo, y eso, ni hablar. Los demás son los demás. Nosotros somos nosotros. Incluso, yo soy yo, que es un paso más a nosotros y demasiado más a los demás. ¿Pero de qué me sirve ser tan asilvestrado y tan acémila? ¿De qué me sirve ser tan pagadito de mi mismo y quererme tan poco?
¿Margen de error?... ¿Margen?... ¿Esperanza?
Que hueco suena casi todo cuando sólo pretendemos justificarnos. Estamos porque estamos, porque se nos escapa, a pesar de nosotros, por cada poro de nuestra triste humanidad mil sentimientos arrolladores. Porque estamos enamorados sin ser correspondidos. Porque seguimos enamorados a pesar del tiempo y no sabemos como decirlo o como recordarlo a pesar de reconocerlo en la lejanía, y lo que es peor, nadie sabe como manifestarlo y precisamente nos lo echa en cara sin hacer el esfuerzo mínimo por trasmitírnoslo. Porque aspiramos a algo más y a algo mejor aunque eso más y eso mejor esté rozándonos el codo cada día del año. Porque nos creemos dispuestos a casi todo, si encontráramos o recobráramos a alguien que quisiera simplemente mirarnos a la cara y en el colme del colmo quisiera preguntarnos: ¿tienes fuego?
Dios, hace años que dejé de fumar, pero ¿lo qué daría yo si alguien me preguntara hoy algo por el estilo?